Freud no era más que un viejo senil



Me enamoré de una chica morena. De ella me gustaba todo. Su cabello largo y ondulado, como las olas del mar; sus ojos redondos como avellanas, su piel infinita y esas piernas tan misteriosas y peligrosas como las dunas del Sahara.

Fue un error amarla, porque un tipo de hombre como yo no tiene oportunidad frente a mujeres como ella. Me falta coraje y me sobra rutina. A mi favor tengo 1.74 centímetros de puro rock ‘n’ roll y pastillas para dormir, pero eso nunca será suficiente para ser de la misma estatura de alguien que puede, con tranquilidad, enmarcar su foto del pasaporte.

Por su culpa me dediqué a escribir. Allí estoy a salvo, tengo menos acné, hablo fluidamente de política y de sistemas económicos mundiales. Cuando escribo no tengo tanta grasa acumulada alrededor del vientre y soy capaz de liberar los tigres del zoológico de Nueva York.

Pero ella es peligrosa. Hace que el fútbol no sea más que un circo de idiotez y que el esmalte de uñas sea tema de un libro de 500 páginas. Es ese tipo de personas que de seguro puede bailar tango como si hubiera nacido en Buenos Aires y que pueden leer a Heidegger de una sola sentada.

En fin, ella es alguien con estrella, una de esos pocos que nacieron en el lado bueno del mundo. Alguien que te puede tener amarrado en la punta de su índice y llevarte a todo lugar. Alguien inmune al olvido y a los escritores de mala reputación.

Pero, no yo. Soy un gato vagabundo con mil tejados que andar. Un perro sin correa ni placa. Cargué muchas maletas de niño y siempre fui malo para elegir un buen champú.

Mi amor es de un corazón cobarde. Que pide mucho y entrega poco. Sólo quiero que ella muera por mí, que despertemos juntos y colar café para desayunar. Pero, las chicas morenas no hacen mercado los domingos ni planchan camisas. No. Ellas inspiran poemas, se acuestan tarde los viernes y pueden enloquecer a 200 hombres sin llegar a besar a ninguno.

Por eso me quedo entre mis páginas en blanco. Ese es mi mundo y allí soy el maldito rey. Ninguna morena con ojos de avellana y senos como toronjas puede joderme. Escribiendo soy un pirata y asalto barcos. Me llevo mis botines a la Isla del Cuello Cortado. Pero, la verdad es que ella es una reina de Senegal y yo sólo un marinero ladrón.

En el mundo real tengo poco que ofrecer. Un par de jeans rotos, una envidiable colección de cd’s de Led Zeppelin y unos cuantos trucos de vudú, al mejor estilo de Nueva Orleans. Eso es todo. Además, soy un tipo de necesidades modestas: mi arte y mi sustento. No hay lujos aquí. Así que conmigo las cosas se mantienen básicas.

Y ella ya no está. Supe que se mudó a Montreal hace unas semanas. Alguien me dijo que estaba cansada de poetas de a peso y del incremento demente en el precio de los buses. Dijo algo sobre mejorar sus ingresos y se largó. Bien por ella.

Este sitio no es para alguien así, tan capaz de hacer el mundo chiquito con sólo batir su cabello perfumado. Supongo que quienes saben escoger bien su champú la tiene hecha en Montreal y los que no, pues bueno, tenemos miles de hojas en blanco para insultar a Freud.

10-15 en noche de sábado



Todo lo que se oía era 10-15 en noche de sábado y luego el drip, drip, drip de las gotas de lluvia cayendo sobre el pavimento. La noche olía a humo de cigarrillo y, de pronto, un poquito a café negro, aún sin colar.

El drip, drip, drip de las gotas rompía la noche, roja por la luz del farol. Debajo de él una puta suspiraba. Hacía calor porque la lluvia era caliente. La noche roja y la puta roja, también.

Me dijo “soy Roxanne y ando buscando un tipo de buen corazón que me lleve a ver a mis hijos a París”. Le dije que yo no era ese, que París estaba al otro lado del mundo y que solamente quería cerrar los ojos y escuchar las gotas de lluvia y 10-15 en noche de sábado.

Un gato gris me ofreció un trago de vodka y me dijo: “Tenga cuidado, amigo, hay un león suelto por ahí. Dicen que tiene hambre, pero como aquí no hay nada que comer, de pronto se lo come a usted”, y se marchó. Creo que iba cantando algo sobre el socialismo.

La puta se sacó un paquete de cigarrillos del escote. Mientras buscaba el encendedor en su bolso de cuero de cocodrilo recitaba un poema de William Blake. Primero bajito, como susurrándole a alguien a su lado. Luego más fuerte y más y más fuerte.

Yo la miraba mientras me bebía el vodka que me había pasado el gato gris. Gatos borrachos. Qué locura. La puta gritaba y gritaba a Blake. Abría los brazos y giraba y las gotas de lluvia caían sobre ella. La patrulla repetía 10-15 en noche de sábado.

Se ponía a llorar con Blake en la garganta. Luego se reía y giraba, con los brazos abiertos. 10-15 en la noche de sábado que olía a cigarrillo y a café negro aún sin colar. Un trago de vodka, la noche roja. Leones hambrientos y putas poetizas.

Yo no tenía a dónde ir. La ciudad y yo allí parado, escuchando a Roxanne, queriendo llevarla a París, queriendo pedirle un poco de su cigarrillo. Queriendo respirar un poco de su poema.

Pero no hice nada. No tenía a dónde ir. El león con hambre y sin qué comer, el faro, la luz roja, la esquina. Un vodka para los muertos, un vodka por los muertos. De nuevo el gato borracho. Me ofreció un paseo por los tejados y le dije que no. Se fue cantando algo sobre el socialismo.

¿Qué decía ese cartel? Algo sobre el Rock ‘n’ Roll. Algo sobre largarnos de allí. Quería un cigarrillo, pero todos estabamos muertos ya y 10-15 en noche de sábado.