Cuando agonizaba, cuando ya para qué, le dije al fin cuánto
lo amaba. No antes. Solo hasta que lo vi tendido en esa cama envuelta en
sábanas amarillas como un trapo sin lavar y ese olor a alcohol y analgésicos
flotaba en el aire, embriagando de dolor: solo entonces le dije te amo.
No antes. Nunca antes.
Y siempre sobraron oportunidades.
Porque no se lo dije cuando vivíamos juntos y cuando por las
mañanas caminábamos uno junto al otro.
Sabía que nunca sería tan feliz como cuando con yo iba a su
lado, con mi hombro a la altura de sus caderas. Los dos con machetes al cinto
para cortar pasto con que alimentar vacas pardas, blancas. Vacas manchadas,
gordas y mansas que corrían a él cuando su voz atravesaba la hierba,
llamándolas.
Andábamos juntos de madrugada, rompiendo neblina con las
botas que nos llegaban hasta las rodillas, buscando unas plantas dormilonas que
cierran sus hojas igual que si fueran ojos cansados cuando se las toca.
Era una aventura solo andar a su lado: nos gustaba ir por
ahí, buscando esas matitas, tan curiosas, tan tímidas que se ocultaban al
mínimo toque nuestro. Y las cerrábamos, como para que no nos vieran pasar, solo
por divertirnos. Es que de verdad era una aventura solo ir a su lado.
Andábamos y yo le contaba historias de los libros suyos que
él ya había leído dos, tres veces, cinco veces. Y él jamás me interrumpía: le
hablaba de Adriano y sus memorias; le hablaba de los vientos fríos que soplaban
en la guerra; de los hijos del capitán Grant y de la canción del Winchester. Le
hablaba de cómo Juan Salvador Gaviota volaba tan alto que las alas se le
convertían en oro, y de Canela y el olor de su piel que era capaz de derrocar
dictaduras y fundir el plomo.
Le contaba de la película que habíamos visto en la tele la
noche anterior. Del Bueno, El Malo y el Feo y de Django arrastrando un ataúd
por la roja tierra del desierto de Sonora, buscando su venganza. Y él me
escuchaba como si fuera la primera vez que oyera eso. Me dejaba hablar y
hablar, como si yo cargara la luna en los bolsillos.
Me gusta pensar que con él aprendí a amar eso de contar
historias. Que el romance no correspondido que tengo con las letras nació de
esos años que él me regaló. Porque no solamente me obsequió su tiempo, al
prestarme sus orejas sino que también me tatuó las pupilas con su imagen: cada
día, fuera lunes o sábado, yo lo veía sentado, inmóvil como una gárgola, leyendo,
devorando con apetito animal páginas y páginas y páginas. Libros tras
libro, moviendo apenas esas pupilas
verdes suyas, insinuando siempre una sonrisa de placer.
Y yo, viendo a la estatua lectora, solo quería tener ese
mismo poder hipnótico que hacía que se le consumiera el cigarrillo entre los
dedos y que el café se enfriara en la taza blanca de porcelana tallada. Yo
quería verlo leer algo escrito por mí. Verlo devorar, compulsivo.
Crecí escribiendo. Encerrado en mi cuarto, solo. A veces también
me aventuraba en público, pero con pudor.
No lo hacía porque pensara que tendría futuro en ello. Jamás
creí en tener talento, ni para escribir ni para la fama. Lo hacía para él
leyera.
Jamás le dije cuánto lo amo por eso. Por hacerme escribir.
No le dije tampoco cuanto amaba que me arropara antes de
dormir y que esperara siempre a que ella terminara de rezar para dar las buenas
noches.
Nunca lo vi persignarse. Ni siquiera le oí decir la palabra dios
alguna vez. Pero nunca se iba antes de que ella, que estuvo siempre a su lado y
el mío, acabara de orar: la escuchaba rezar en silencio, absorto como si
también él creyera en alguien arriba lo podía escuchar.
Luego me besaba la frente y apagaba la luz. Olía a café y
cigarrillos.
De madrugada siempre volvía para asegurarse de que el frío
no se colara por entre las cobijas. Yo sentía el humo de su presencia y dormía
tranquilo, sabiendo que nunca estaba a solas con los monstruos bajo la cama ni
aunque la noche fuera eterna y el sol nunca volviera a llegar.
Ahora yo me quedo en vela tratando de recordar qué fue lo
último que le dije antes de que durmiera el gran sueño. Y no puedo pegar las
pestañas. Ya nunca más se aparece en la oscuridad para arroparme y esa es mi
condena.
No puedo recordar qué le dije. Mis últimas palabras para él
fueron seguro alguna promesa vana de llamarlo pronto o ir a visitarlo la semana
siguiente. Palabras huecas, que repetí como un autómata, cargado de afanes.
Siempre yéndome a alguna parte, convencido, idiota yo, de que el tiempo era mi aliado etéreo siempre.
Una prostituta rubia, con los ojos de un verde extraño, como
de jade, se despide de un policía y le dice “hay hombres que obtienen el mundo,
otros a una prostituta retirada y un viaje a Arizona”. Es rubia y se parece a
Verónica Lake. Ella no lo sabe, pero jamás volverá a ver a ese policía. Y son
las mejores últimas palabras que alguien ha dicho jamás.
Y yo, que sabía que me debía despedir, solo le dije: te veo
pronto, abuelo. Ya volveré. Adiós.
Malditas últimas palabras.
1 comentarios:
Thanks
Post a Comment