Alley Cat Blues



Pronto la ciudad se quedó pequeña para todos. Gustavo empacó todo en una mochila: sus cd’s de los Ramones y la escultura que le había hecho a Dora. Tomó un bus y 20 días más tarde estaba en Buenos Aires. Un mes después Ricardo lo siguió.

Federico prefirió Europa. No le dijo nada a nadie y sólo se alejó tan lejos como pudo de las calles que huelen a orines y a humo de bus. Jorge Enrique también está allá. Se levanta al medio día, desayuna con una cerveza y un cigarrillo. En las tardes si se topa con una chica la invita a tomar un trago. Si no, da igual.

Ahora, Pablo dice que también se va a largar. Me dijo: “carajo, vente conmigo” y le dije que ahora no, que tengo cosas que arreglar primero. “Ya sabes, las deudas. Le debo dinero a todos. No puedo simplemente irme”, le respondí a cada insistencia hasta que ya no me dijo nada más.

Y entonces me quedé triste y esa tristeza se caló a mis músculos y a mis huesos. Y cuando desayuno estoy triste y me siento solo. Igual pasa cuando voy por la calle, cuando entro al banco o cuando levanto una copa para brindar por el alcohol. Estoy triste y no hay qué hacer.

Cada mañana me levantó, me doy una tremenda ducha con agua fría queriendo estar mejor. Me restriego duro para sacarme la nostalgia, para no pensar que yo me huelo la mierda de las rodillas mientras todos se van detrás de la Ciudad Luz o de Charly García.

Cada mañana me lavo detrás de las orejas con estropajo e intento pensar que vale la pena seguir viviendo en la quinta paila del infierno sólo para que los abogados me dejen en paz y no me embarguen el culo.

Después de salir del baño regreso a mi cama. Cierro los ojos y sueño con la muerte. Imagino que mamá llega a levantarme, diciendo que está tarde para ir al trabajo. Entonces yo no le responderé nada. Voy a estar frío y tieso sobre mi colchón. Desnudo y morado.

Ella me sacudirá fuerte de un hombro gritando mi nombre, pero nada. Resulta que mi corazón ya no bombea sangre y mis riñones y mi hígado y mi vesícula y mi cerebro están jodidos. Pero, enseguida despierto y recuerdo que aún estoy vivo y que no tengo más tiempo que perder, debo cumplir órdenes.

Entonces ya no estoy triste. Allí es cuando me emputo con Dios, con McDonal’s y con los dinosaurios. Allí es cuando quiero llorar fuerte hasta explotar en mil partículas chiquiticas para que nadie sepa quién mierda era. No quiero ser recordado como yo mismo, no hasta que haga algo al respecto.

Maldita la hora en la que todos se fueron y me dejaron atrás. Allá están comiendo caracoles y yo atragantado en mi propia mierda. No sé porqué se tenían que ir tan así, sin que nada les diera y yo no puedo. Todos me duelen y sé con exactitud en dónde está el hueco que dejaron cuando se fueron de aquí.

Pero, también los detesto. Yo vivo llenando la ciudad de basura que ni yo mismo me trago y ellos toman cerveza sin riesgos y caminan hasta tarde por las esquinas iluminadas. Así que me dedico a odiarlos por ser valientes, coger todo lo que necesitaban y emprenderla hacia el horizonte.

Mi error fue el tardarme en escoger un buen corte de cabello cuando era niño y creerme todas esas patrañas de la democracia y el amor de una buena chica. Mi error es ser una gallina con hepatitis. Mi error es jugar su juego y no confiar en mi mano, a pesar de tener un par de ases.

La ciudad ahora es más pequeña. Cuando me despido de mi familia y cruzo la puerta de mi casa siento claustrofobia. Me digo que todo se me puede calmar con un trago pero no hay quien se lo beba conmigo porque pronto la ciudad se hizo pequeña para todos menos para mí.

El día feliz del Señor Quién?


(Foto: Martha Calle)

El Señor Quién? era un tipo bastante decente. Todos los días tomaba baños de 20 minutos y cada miércoles y sábado se rasuraba la barba y el bigote. Cuidaba su dieta. Nada de grasas saturadas ni exceso de harinas. Los domingos almorzaba coles hervidas y caminaba 30 minutos sin pausa.

Algo que el Señor Quién no podía soportar era el estar mal vestido. Por eso tenía un cuidado maniaco con su ropa. Tenía un cajón para las camisas, otro para las medias, un tercero para su ropa interior y un amplio clóset de dos metros de alto por dos metros de ancho para colgar sus pantalones, corbatas, chalecos y sacos.

Tenía además un sofisticado bidé en los que mantenía sus zapatos. Lustrar su calzado era un ritual imprescindible cada madrugada. Luego de exfoliar su rostro con suma delicadeza usando piedras y una colección de cremas y jabones que lo enorgullecía, pasaba al patio donde se dedicaba a brillar y pulir todos sus zapatos, así no los hubiese usado.

Luego, esperaba a que el sol estuviese alto en el cielo y contemplaba su trabajo. El brillo debía cegarlo para saber que lo había hecho bien. Cuando esto pasaba sonreía satisfecho. Para ese momento la señora A. ya tenía listo el desayuno y lo llamaba a la mesa.

Siempre era lo mismo: un huevo pasado por agua, sin pelar y servido en un pequeño vaso de plata. Una taza de café con leche y dos cubitos de azúcar, medio vaso de zumo de naranja, cultivadas por su vecino, el señor Dónde?, y una rodaja, de no más de 67 milímetros de grosor, de melón o papaya. Además, la señora A. horneaba unos exquisitos croissants que hacían que el Señor Quién? pecara de gula en no pocas ocasiones.

Después de tomar sus alimentos de la mañana el Señor Quién? regresaba al baño. Se lavaba los dientes por quince minutos. Luego enjugaba con productos de higiene bucal que compraba cada trece días a un cuñado suyo.

– Bien – se decía satisfecho frente a el espejo – Ya es hora.

Entonces entraba a su cuarto y se vestía tan impecablemente que para cuando terminaba ya eran más de las 10:00 a.m. Se despedía de la Señora A., encargándole que el almuerzo estuviese servido a más tardar a las 2:00 p.m.

El Señor Quién? Entonces salía a la calle. Caminaba diez cuadras hasta un paradero en la Calle ABC. Una vez allí se sentaba a esperar su transporte. Cada mañana, mientras esperaba, ojeaba el periódico. Nunca leía más allá de la segunda página.
Pero, no ese día. Ese día abrió el diario en las páginas de los obituarios. Leyó la segunda nota después del cabezote:

Ayer fue encontrado muerto en su casa de la Calle 123. El Señor Quién?, uno de los escritores de ficción más importantes de la ciudad. Las autoridades locales reportaron que el Señor Quién? Falleció a causa de asfixia, presuntamente provocada por su ama de casa la señora A, quien se encuentra bajo custodia policial. El Señor Quién? había publicado 17 novelas basadas en un imaginario cowboy espacial llamado Trip Stardust. El Alcalde de la ciudad presidirá esta tarde el funeral del Señor Quién?, quien al momento de su muerte gozaba de plena salud y se encontraba trabajando en su más reciente obra literaria.

El Señor Quién? sonrió. Dobló el diario, lo puso debajo de su brazo izquierdo y empezó a caminar en el sentido contrario a su casa.