Nadie como DiMaggio



El viejo siempre decía que había visto a DiMaggio batear siete hits seguidos. “Uno tras otro, muchacho, como si fuera así de sencillo sacar esa pelota del estadio de los Yankees”, contaba con los ojos encendidos y viéndome directo a la cara. Pero Capa, nunca has estado en Nueva York, le decía yo de vez en cuando.

Entonces, el viejo se encorvaba, hasta casi formar un signo de interrogación con su cuerpo y dejaba escapar un suspiro corto. “No sabes nada, muchacho. Aún eres joven y no entiendes qué es ver a DiMaggio batear un hit. Tus héroes son idiotas que no soportan el fuego y se derriten como mantequilla, no como él”, replicaba con un aire ausente, como si no hablara conmigo sino con él mismo.

“DiMaggio murió antes de que yo naciera, Capa… ¿cómo pretendes que entienda algo así?”, insistía yo. En ocasiones me irritaba que me tratara como a un chicuelo a quien puedes engatusar con fantasías casi que seniles.

“Además, a mí ni siquiera me gusta el béisbol ¿entiendes? Mis héroes son músicos, esos de la resistencia, los que de verdad lograron un cambio, esos revolucionarios que sí mejoraron la sociedad. ¿Qué mejoras al golpear una pelota con un pedazo de madera? No me tomes por idiota, Capa”.

Intentaba lastimarlo. Me irritaba en momentos como este, cuando el viejo trataba de hacerme sentir como un caso perdido sólo por no creer en sus historias. Cada vez que abría la boca para recordarme que no era igual de bueno que él sólo deseara destruirlo, romper su espíritu.

Pero, el viejo nunca se dejaba. Era firme como un roble, y mis ataques apenas si sacudían sus ramas gruesas. Simplemente se encogía de hombros y decía una y otra vez que yo era apenas un niño, un mocoso que tenía la cabeza metida en el culo mientras la vida me pasaba frente a los ojos.

Sólo repetía eso y seguía tallando pequeños botes de pesca en trozos de tabla de unos 20 centímetros que después ofrecía a los turistas por el mismo precio de un almuerzo en el muelle. Eso era lo que más me molestaba. ¿Cómo un anciano decrépito que apenas hacía para vivir podía humillarme de esa forma?

Sin embargo, por años, yo me quedaba callado. Sabía que en parte tenía la razón: era un niño que no iba a ganar una discusión con él. Pero, este día era diferente. Las cosas habían cambiado. No iba a perder de nuevo.

Esperé su respuesta con fiebre interior. Sabía exactamente qué replicar para humillar a ese anciano. Maldito vejete mentiroso, ya conozco tus trucos, eres un perro viejo y ya veo a través de ti. Ya viene.

Pero, en lugar de eso, Capa se quedó callado. Se encorvó un poco más y entre dientes mascullo tres palabras “no entiendes nada”. Con la cabeza casi pegada al pecho, el viejo volvió a contar su historia.

“Siete hits, Eliza, imagina eso. Nadie como él, nadie podía batear así. Empezó golpeando piedras con un tronco que arrancó de uno de los botes de su papá cuando apenas era un niño, Eliza. Claro que iba a ser uno de los grandes, nadie usaba el bate como él, nadie como Joe Dimaggio”, murmuraba.

No sabía quién era Eliza. Era la primera vez que la nombraba. Aunque me sorprendió no quise preguntar nada. Parecía que yo no estuviera allí, sentado a su lado, bajo el sol de las cuatro de la tarde. Hablaba bajito, apenas podía oírlo, pero esa evidente que eso no era lo que le importaba.

Guardé silencio, petrificado junto al viejo Capa mientras tallaba embarcaciones de pescadores en madera barata. “Siete hits Eliza, siete hits uno detrás del otro, sin fallar. Las ovaciones eran estremecedoras, casi te hacían llorar. Podías oír los aplausos a millas del estadio”, continuaba sin levantar la mirada.

Nunca lo había visto de esa forma. Noté las miles de arrugas en sus manos, su pulso roto, su cabello blanco y escaso sobre la noble y redonda cabeza. Nunca lo había visto de esa forma. Caí en cuenta de sus ojos, antes eran de un profundo verde esmeralda y ahora estaban velados, como cansados de mirar.

Entonces, comprendí. Por primera vez entendí a qué se refería el viejo Capa con las historias sobre béisbol. Sentí vergüenza. En mi pecho se formó un nudo que me quitaba el aire. Quise pedirle que me contara más historias sobre DiMaggio y sobre los demás. “Cuéntame una del Rat Pack, viejo”, le iba a decir pero no tenía ya sentido, era tarde.

“Siete hits Eliza, siete hits seguidos, uno tras otro, mi amor. ¿Te imaginas eso? Yo estuve allí, amor, yo que sólo soy un viejo pescador estuve mientras la historia se escribía. Ya te lo contaré todo cuando regreses. También te voy a preparar algo de esa comida que tanto te gusta, ya lo verás. Sólo debo coser la red para volver a pescar y vender algunos de estos cuadros que estoy tallando”.

En silencio me puse de pie. También sin decir nada le di la espalda y comencé a alejarme. Capa, maldito viejo, ¿por qué nunca dijiste nada? Cuando llegué a mi casa, me tumbé sobre la cama y lloré hasta que me quedé dormido. Al día siguiente supe que el viejo se había ahogado.

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