Where the wild roses grow
(Radio Edit)





As I kissed her goodbye, I said, "All beauty must die"
And lent down and planted a rose between her teeth.

Nick Cave


Syd solía decir que hay dos cosas inapelables en todo el planeta. La primera es la sabiduría de los estibadores y la segunda la estupidez del corazón. Desde luego, no se equivocó. Por eso, enseguida, cuando lo conocí, supe que algo iría mal con él.

“Hay marineros peleando en el salón de baile, hijo...no vayas cerca de allí”, fue su respuesta cuando le pregunté su nombre y oficio.

- ¿Qué quieres decir con eso?, le pregunté sin dudar.
- Quiere decir – respondió - que a veces sólo dependes de la generosidad de los extraños.

Cuando cayó la noche me llevó a la ribera de un río.
- ¿Sabes en dónde crecen las rosas salvajes? - me dijo al llegar.
- Sé dónde canta Nick Cave
- Entonces tienes la mitad de la batalla ganada, niño

Después de ese día no volví a saber de él. Tiempo después de esa noche comencé a trabajar por unos cuantos pesos en una emisora de onda corta. El único empleado era un anciano empolvado que no tenía idea de qué era un CD. “¡Basura!”, repetía cada vez que intentaba decirle que los acetatos ya eran cosa del pasado. “Basura y blasfemia”, decía mientras de lo alto de un escaparate sacaba un LP de Leonard Cohen.

- ¿Pretendes decirme que todo Cohen cabe en un pedazo de plástico tecnológico insípido? Vaya que te va a ir mal en tu vida. Eres más idiota de lo que pensé la primera vez que te vi. Debería enseñarte a golpes lo que es la música y la poesía. Si no sabes qué es eso tampoco vas a aprender a amar. No sabes en dónde crecen las rosas salvajes y nunca podrás averiguarlo.

El viejo y yo nos quedábamos despiertos hasta la madrugada poniendo discos, no canciones. Horas y horas de los trabajos de Tom Waits o de Marvin Gaye. A veces hacíamos semanas temáticas y desde el lunes las 10:00 p.m. hasta la entrada la madrugada del domingo siguiente escuchábamos la discografía completa de sólo un artista.

El viejo hacía todas las intervenciones al aire. Lo cierto es que no era malo en ello. Tenía una buena voz y carisma. Pensé que debió haber sido actor en esas radionovelas de los 40. Además, sabía cosas que muy pocos saben sobre muchos músicos. No importaba que fuera de folk, jazz, rock o blues.

Podía hablar durante horas al aire. Uno nunca sabía qué iba a decir. En una oportunidad se pasó la noche hablando de cómo la CIA había matado a Hemingway. Cuando le dije que él se había suicidado no me habló por días.

- Eh, muchacho – gritaba a veces desde la cabina mientras yo le quitaba el polvo al escaparate- ¿acaso tenías idea de que el buen Les Brown compuso una canción para Joe Dimaggio en 1.938?
- No, no tenía idea
- Eso es porque eres un idiota. Ni siquiera sé la razón por la cual te acepté para este trabajo, maldita sea
- Sólo quito el polvo y barro la cabina
- Ahh, Dimaggio – el viejo a veces me ignoraba para empezar sordas cátedras sobre los músicos o escritores de la post guerra y de la generación beat– Joseph Paul DiMaggio, ese sí que era un héroe, no sólo para los norteamericanos, para todo el mundo. Conozco un pescador que trabaja en el muelle lo vio en el mismísimo Estadio de los Yankees hace décadas. Es un pobre diablo, nadie le cree que vivió un momento histórico.
- Supongo que no
- No sabes nada de nada, eres un niño estúpido – odiaba que lo interrumpiera

Durante meses el viejo siguió hablando sin parar por los micrófonos de la emisora. Ambos sabíamos que los únicos que nos escuchaban eran los vagabundos que podían sintonizar en radios que hallaban medio desechos en la basura.

Pero, a él eso no le importaba. Decía que no lo hacía por el dinero o el reconocimiento. “Eso ya lo tuve”, aseguraba. “Lo hago por amor, que es la única razón que debes tener al levantarte de la cama en las mañanas. Amor y respeto a ellos que nadaron en contra de la corriente. No merecen que cagones cabeza de chorlito como tú los irrespeten”. En ocasiones dejaba los micrófonos apagados sólo para decirme las cien razones de por qué soy un estúpido. La primera era estar allí, trabajando con él.

Una noche cualquiera, luego de varios meses, alguien tocó a la puerta. Pasaba de media noche. Yo fui a abrir. El viejo estaba en medio de una exposición radial sobre Doris Day. Era un vagabundo. En la mano tenía un radio de pilas que yo había desechado semanas atrás. Me sonrío en cuanto abrí la puerta. Le faltaban al menos siete dientes.

- Buenas noches. Mi nombre es Henry Lee – su voz era suave, como la de un párroco en confesión
- ¿Qué quiere, amigo?
- Quiero hablar con el locutor
- Está ocupado
- Dígale que es Henry Lee
- Oiga señor, la verdad es que estamos bastante ocupados ahora y…
- Sólo dígale que es Henry Lee – insistió sin dejar de sonreír
- Muy bien. Pero, prepárese para el escobazo de su vida…señor Lee
- Desde luego

Pensé en cerrarle la puerta en la cara, pero había algo en sus ojos, algo que parecía real. Regresé adentro y toqué el vidrio de la cabina con los nudillos. El viejo se volteó y me lanzó un pedazo de manzana que se estaba comiendo. Insistí hasta que salió a ver qué quería.

- Dice que se llama Henry Lee

El viejo se quedó en silencio pegado al marco de la puerta. Por un momento pensé que había dejado de respirar. Luego parpadeo, entró a la cabina de nuevo, sacó un acetato de Cohen: New Skin For The Old Ceremony, de 1974, lo puso a rodar al aire.

Luego, fue al escaparate y buscó un disco de Led Zeppelin. Adentro había dinero. Me lo extendió. “Esto es por el trabajo. Olvida todo lo que te dije. Eres un buen hombre y no debes estar en esta pocilga pudriéndote conmigo. Vete y encuentra el sitio en donde crecen las rosas salvajes”.

Hizo que saliera por la puerta de atrás. Me obligó a prometerle que no iba a regresar allí jamás y que esta noche lo único que iba a hacer era caminar para alejarme. Se lo prometí. Al día siguiente busqué un radio e intenté sintonizar la emisora pero fue inútil.

La generosidad de los extraños.
Syd se dedicaba a escribir poemas y novelas que nadie nunca leía. En su casa tenía una vieja máquina de escribir Olivietti línea 98 que trajo desde Buenos Aires. Esa cosa debía tener unos 20 años al menos. Pero él nunca usaba otra ni prestaba la suya. “¿No harías eso con tu chica, verdad?”, solía decir.

Encontrarlo no me fue nada fácil. El dinero que me había dado el viejo me alcanzó para pagar algunas noches en un motel del centro. También pude comprar comida, cigarrillos y unas cervezas, pero pronto ya no tenía nada en los bolsillos nada más que colillas y polvo.

Decidí buscar al único amigo que me quedaba. Pero, nadie sabía de él. Pasaba las noches de bar en bar, hablando con las putas, preguntando si habían visto a un tipo con saco negro y la mirada muerta. Nadie sabía nada de él. Es un poeta, les contaba yo a los músicos de la banda al final del show en las tabernas, uno que sabe dónde crecen las rosas salvajes pero, nadie sabía de él.

Una noche, mientras observaba a un viejo pescador remojar los pies en el mar sentado al borde de su barca, escuché su voz. Justo allí, detrás de mí.

- Veo que al fin los encontraste, muchacho – me dijo
- No comprendo
- Mira allá – dijo señalando una gran embarcación a la que varios hombres preparaban para zarpar – los estibadores, las personas más sabias sobre el planeta
- Creo que tienes razón, no lo había notado
- Claro que no. Vamos por un trago

Fuimos a un pequeño bar en las afueras de la ciudad. Le conté que llevaba meses siguiéndole la pista, pero que era un fantasma. Quería saber cómo había dado conmigo. “En este lugar sólo hay pordioseros y tú no eres uno de ellos”, fue lo único que me quiso decir.

Esa noche no dormimos. Compramos una botella de ginebra español y seguimos las rutas de los carteros. Nos quedamos por ahí hasta que los borrachos empezaron a salir de las cantinas tambaleándose. Uno nos invitó a seguirlo hacia un lugar donde había más licor y chicas por montones. Cuando nos rehusamos se fue silbando Dancin’ In The Rain.

Al amanecer estábamos sentados frente a una barbería. Afuera un tipo bajito y calvo estaba sentado sobre una gran caja. No nos tenía en cuenta para nada. Sólo se quedaba sentado en su caja, escupiendo tabaco en el suelo.

- ¿Dónde crecen las rosas salvajes? - me atreví a preguntarle al fin a Syd
- ¿No lo sabes todavía, pequeño?
- No, aún no
- ¿Qué pasó con el viejo de la emisora?
- No sé. Desapareció y ya. Sólo se fue, sin que yo supiera cómo o a dónde. Te juro que lo quise ir a buscar, pero se lo prometí, le dije que jamás lo haría.
- Hiciste bien
- ¿Y las rosas?
- No lo sé, pequeño. Afueran ocurren muchas cosas que no puedes entender como ratas que devoran gatos o poetas que cargan cabezas en sus maletines. Hay quienes dicen que no tienen esperanzas, pero le ponen azúcar a las hormigas. En el fondo creen en un mundo mejor. No me preguntes idioteces a mí.
- ¿Entonces qué carajo hago aquí sentado contigo?
- Evadir la realidad. Quedarte solo para hacer movimientos veloces que te eviten enfrentar tus problemas. No has ido a buscar el lugar en donde crecen las rosas salvajes, muchacho porque ni siquiera sabes cómo son. Ya te había advertido. No des por sentado la estupidez del corazón y el tuyo te está jugando una mala pasada.
- No me conoces bien como para decir eso de mí
- Claro que sí, si no de qué otra forma sabía que estaba en el muelle anoche. Puedo oler tu miedo. Estás tan asustado que preferiste gastarte meses detrás de mí en lugar de hacer lo que debes.
- ¿Y qué es eso?
- Tú dime. No esperes que sea yo quien arregle tus asuntos, hijo. Yo te enseñé el camino, eres tú quien debe recorrerlo ahora.

Durante el resto del día vagué sólo por la ciudad. Syd tenía razón. No era más que un cobarde y este era el peor escenario posible. Estaba quebrado, sin amigos y sin chica. Apenas me alcanzaba para un almuerzo barato en cualquier lugar.

Caminar en los suburbios de un sitio como este no ayuda a mejorar el estado de ánimo de nadie. El olor a mierda marea a los turistas que creen que hay un paraíso aquí. Algunos tienen que volver a sus países con el rabo entre las patas porque este sitio los devoró. Otros, son más inteligentes y sólo quieren encontrar extravagancias en los callejones oscuros. Salud por ellos.

Pasa del medio día y mi estómago protesta. Le mando a callar y le echo una cerveza. Se calma un rato. Todavía estoy gravitando en ningún lugar. Mi cabeza es un desastre. ¿Quién es realmente Henry Lee? ¿Dónde se metió el viejo? ¿Por qué Syd me conoce mejor que nadie? ¿Dónde crecen las rosas salvajes?

Me queda dinero suficiente para un trago más y después se acabó. Esta noche no tendré en donde dormir. El cielo se oscurece y amenaza con ahogarme si no busco refugio en un lugar alto, pero ¿a dónde? Las gotas caen y la gente corre como si fueran gallinas decapitadas. Yo no me muevo. La lluvia empieza a caer sobre mí y los vapores del alcohol se esfuman.

No hay nadie a quién llamar. Pienso en pasar por la emisora, pero cuando lo pierdes todo, tu palabra es lo único a lo que te puedes aferrar. Syd se había desaparecido entre la multitud. La lluvia me nubla la vista, el hambre acosa de nuevo. Tengo frío. Nunca había estado más solo. ¿Qué son las rosas salvajes? ¿Dónde puedo encontrarlas?

Al otro lado de la calle hay un anuncio pegado a la pared. El agua empieza a arruinarlo, pero alcanzo a leer. Dice: “Nick Cave And The Bad Seeds. Wold Tour Where The Wild Roses Grow”. Cruzo la vía y me paro a mirar el afiche y todo se hace más claro. Syd tenía toda la razón. Fue tal y como me lo dijo cuando lo conocí. Ya tengo la mitad de la batalla ganada. Ahora sólo me falta el resto.

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