Luto



A D le dispararon dos veces en el pecho. La primera bala le hizo añicos el esternón, le perforó el pulmón izquierdo y salió por la espalda. El proyectil se incrustó en un árbol a tres metros de él. D lanzó un alarido de sorpresa. No sintió nada de dolor porque el humeante cañón de la pistola lo hipnotizó al punto de no darse cuenta del hueco del tamaño de una cereza madura que lo atravesaba de lado a lado. Ni siquiera pudo reconocer su propia voz gritando. El impacto no lo movió ni un centímetro de donde estaba parado. El terror lo atornilló al suelo.

Con la mano derecha se tapó la herida. El segundo disparo, que lo alcanzó sólo dos segundos después, le arrancó el dedo anular desde la mitad. La bala se le encajó justo arriba del corazón pero no lo mató. Era un hombre grande y bien alimentado. Solía ejercitarse a diario. Un chorro de sangre y diminutos fragmentos de sus huesos le salpicaron el rostro.

D cayó de espaldas al suelo. El hueco en su espalda ardió como si lo hubieran perforado con ácido. Agonizó por quince minutos allí tirado en un charco de sangre. Lloró de dolor y de miedo todo el tiempo. Quería gritar, pedir ayuda, pero no tenía voz ya. Abría la boca para tomar oxígeno pero el pulmón perforado le ardía con cada bocanada.

Varias veces intentó ponerse de pie. Sólo para caer de nuevo de espaldas, de rodillas. Sus piernas eran gelatina. No dejaba de pensar que eso no le podía pasar a él. Solamente iba a tomar el bus para ir a almorzar a su casa. Si tan sólo se hubiese demorado cinco minutos en salir de su trabajo. Sólo iba a ir a almorzar a su casa y ya. Rezó y rezó en su mente. Le pidió a Dios por su vida. No quería morirse allí tirado, como un animal. Sólo tenía 27 años, sólo iba a almorzar a su casa.

Sentía que el pecho le iba a explotar. Su camiseta blanca se tiñó de rojo en instantes. No entendía de dónde salía tanta sangre. No podía detenerla. Se le iba saliendo así, oscura, espesa y caliente. Brotaba de sus heridas, Le cerraba la garganta. Se tapaba el pecho con las ambas manos, desesperado por controlar la hemorragia, pero de nada le servía.

Las lágrimas le nublaban la vista. En las películas no es así. Siempre duele menos, la gente no sufre tanto. Se retorcía en el andén. ¿Por qué le pasaba eso? Su cabeza era un nudo. Se repetía mentalmente que estaba soñando, pero enseguida se daba cuenta de la verdad. No era un mal sueño. No podía mentirse y el terror era cada vez más apabullante, claustrofóbico. Podía oler su propia piel quemada. Sentía náuseas pero no podía vomitar. La boca le sabía a cobre, como si hubiera lamido una moneda.

Miraba de un lado a otro buscando ayuda. Sus manos se cerraban en vano sobre la nada, intentando aferrarse a la vida un poco más. El dolor se hacía peor a cada segundo. Tenía una varilla ardiendo atravesada. El aire dejaba de llegar a su cerebro. Sentía desvanecer pero, el dolor lo arrastraba de nuevo a la conciencia.

Cerró los ojos fuerte, rogando en silencio ver algún rostro familiar que estuviera a su lado para ayudarlo a levantarse para ir a un hospital. Aún no quería morir. Tenía que ver crecer a sus dos hijos. Tenía que terminar la universidad. Tenía que abrazar a su mamá otra vez. Tenía que ir al partido de fútbol de esa noche.

Pero nadie se apiadó de él. Los carros siguieron pasando por la calle sin detenerse a socorrerlo. Algunos curiosos se aglomeraron a mirar. La gente le quitaba la mirada cuando con los ojos suplicaba misericordia. Sólo los escuchaba decir lo triste de esa situación. Es trágico para un chico tan joven morir así.

Alguien avisó a las autoridades. D murió en la ambulancia cuando faltaban cien metros para llegar al hospital. Nadie estaba con él. Lo último que vio fueron rostros de extraños cubiertos con tapabocas. Olió alcohol y escuchó la sirena del carro, buscando abrir paso entre el pesado tráfico de las 2:00 p.m. Sus ojos quedaron abiertos como platos. Sus lágrimas se volvían rojas al bajar por sus mejillas.

La gente que lo conoció no supo lo que pasó hasta una hora después. Al principio nadie fue a la morgue a reconocer el cadáver. Su familia y amigos decían que era imposible que algo así le pasara a él. Seguro solamente estaba retrasado para almorzar.

Aseguraban, con risas nerviosas, ingenuas, que tragedias como esas no le ocurren a personas como D. Es decir, sólo era un tipo que tocaba la guitarra y se ganaba la vida de manera decente. Tenía una perrita Frech Poodle blanca, una hermana menor estudiando en la universidad y una cuenta en el banco. Tragedias de ese tipo no le ocurren a buenas personas.

En una caja de madera de roble del tamaño de un jabón de baño la mamá de D guarda las gafas que traía puestas el día que lo mataron, cada noche la abre y llora hasta quedarse dormida. Todas las semanas su chica lee las cartas de amor que le escribió y también llora. Los domingos voy al cementerio. Busco su tumba que queda hasta el final y pongo una flor para él. D era mi mejor amigo.

1 comentarios:

Anonymous said...

la vida es dura, nos quita lo que queremos, nos arrebata el aliento..pero aun queda la musica para llenar esos momentos de absulota soledad y tus escritos para darme cuenta que aun queda mucho por mirar y aprender..