Deuda de sangre



La noche es oscura y cerrada. Como lo debe ser la boca de una bestia hambrienta. Las notas de un viejo órgano viajan por el aire, danzando hasta mis oídos desde la rockolla. Pero, puedo escuchar todo lo demás con demasiada claridad.

El llanto ahogado de Maya en la habitación de arriba es nítido. Puedo oír la respiración irregular del perro, dormido en el suelo de la cocina. Los corazones de los hombres que me esperan afuera para matarme resuenan como tambores africanos y me hacen temblar como una hoja en otoño.

La sangre me hierve en la venas. Mi pulso se agita. Las aletas de mi nariz se abren y se cierran como si fueran los ojos nerviosos de un ciervo atrapado en la quijada de un lobo. El miedo se anuda en mi garganta. Me cierra la tráquea, haciendo que respirar sea tan doloroso como si en lugar de oxígeno fueran hojas de metal afiladas lo que entra a mis pulmones. Las manos se me crispan hasta que los nudillos quedan blancos, como huesos prehistóricos exhibidos en un museo.

La oscuridad es insondable. Seguro que algunos fantasmas deben estar caminando por allí, tan tranquilos y cómodos que ni siquiera se molestan por mí, sentado en el sofá, de frente a la ventana, con la mirada fija afuera. Con la mirada fija en ellos, aunque no los pueda ver.

Allí están. Al otro lado de la calle. Ocultos entre los arbustos. Sus latidos marcan los segundos que pasan. Las notas del órgano vuelan y se pierden despacio. Es el sonido de mi muerte. No quiere que me vaya sin escucharla primero. Maldita zorra.

En el cojín, justo entre mis piernas hay un bulto. Lo acaricio apenas con las yemas de los dedos. Es macizo pero suave. Conozco bien su forma. La he estudiado milímetro a milímetro. Sé qué rugosidades tiene y los pequeños huecos que el tiempo le ha logrado abrir. Es un revólver .22 Rimfire. Tiene tantos años como mi apellido. Lo acaricio y pienso en ellos. Los hombres de afuera. Me aguardan impacientes. Que esperen. Falta tiempo aún. No tengo que apresurarme a morir ¿verdad?

El tambor del arma tiene ocho balas. Cada una tiene una cruz en la punta. Yo mismo las marqué con un cuchillo. Lo hice con tanto cuidado que incluso sentí lástima de tener que dispararlas. Algo gracioso, ya que después de que lo haga probablemente no tenga cerebro ni pueda sentir tristeza de haber usado mi munición. Pero, ¿qué se le puede hacer? Soy un sentimental sin remedio, incluso enfrentando mi propio apocalipsis personal.

El perro gruñe de repente. Escucho cómo se levanta y va hasta la puerta de atrás. Debe haber alguien allí. Parece que se impacientan más y más. Se adelantaron a la hora. No me muevo un centímetro, aunque mi dedo índice derecho se enrosca en el gatillo de forma instintiva.

No esperaba que las cosas fueran así de complicadas, pero no estoy en posición de exigir nada. Mucho menos de exigirle nada al destino. Ya mi suerte está echada y es mi última mano. Ases o par de dos. Todo o nada. Sin revanchas. Sin remordimientos.
Un ladrido. Dos ladridos. Tres ladridos. Silencio. El intruso debió haberse ido.

Seguro solamente quería asegurarse de que no me escabullí por alguna ventana y que voy camino a México ahora mismo. Pero, puede estar tranquilo. No hago eso. Odiaría ser así de cobarde. No soy de los que huye.

Arriba, Maya solloza un poco menos. Debe estarse quedando dormida ya. Está cansada, la pobre pequeña. No debí dejar que se quedara, pero es tan terca y la amo tanto que no pude negarme. Además, ¿quién quiere morir solo? Al menos sé que yo no.

Sólo espero que no le hagan daño. Me prometieron que no lo harían. Me juraron que ella iba a estar bien después que todo esto acabara. Dijeron que sólo me quieren a mí. No tenía más alternativa que creerles. Es increíble todo lo que te puedes tragar de un bocado cuando se acaban las opciones y no hay hacia a dónde más correr.

Miro la hora. El reloj está en mi muñeca izquierda. Mi abuelo me lo regaló cuando tenía siete años. Una mañana salí a correr al campo y lo perdí. Tuve tanta vergüenza que me lancé por un pequeño acantilado para distraer la atención de mi valioso tesoro perdido. Perdí unos dientes y me fracturé la clavícula.

Mi abuelo no era ningún tonto. Siempre supo que había perdido su reloj. Dejó que yo creyera que lo había engañado. Y una mañana de Navidad, cuando desperté, encontré el reloj sobre mi mesa de noche con una inscripción grabada atrás. Decía “¿Y si nuestro planeta fuera el infierno de otro mundo?”

El reloj dice que faltan cinco minutos para la media noche. El tiempo se acaba, ya casi es hora. Todo se va a acabar pronto. Sólo tengo una opción de seguir vivo y es que el infierno esté demasiado lleno para recibirme. Y dado que mi suerte no ha sido buena por estos días y mi fe en dios se agotó, no espero milagros.

Pienso un poco en cómo llegué a esto y parece ser, de cualquier forma, la salida más lógica. Esta es la forma en la que tiene que terminar todo de una buena vez. No importa si estoy atrapado en mi propia casa, a cinco minutos de una muerte violenta pero segura. Pero claro que tenía que acabar así. La guerra terminó. Los héroes perdieron. Las deudas de sangre se pagan con sangre.

Mi corazón parece el motor de una avioneta. Mi boca se reseca y se me llenan los ojos de lágrimas que no quiero llorar. El dedo vuelve al gatillo. Maya duerme, ronca como un gato intranquilo. La noche es oscura y cerrada. Tal y como debe ser la boca de una bestia hambrienta. Eso lo sé. Estoy allí. Cuatro minutos.

No tengo nada de qué arrepentirme y eso es malo. Ninguna vida es tan buena como para no recordar los pecados. No tengo plegarias para nadie. Ni siquiera para ella, para mi Maya. El pulso me falla. La tierra se mueve. Estoy preparado pero tengo mucho miedo de morir. Debí haber huido a México con mi chica y mi perro. Pero, no soy de esos. Las deudas de sangre se pagan con sangre. Es la vida y yo sólo soy un humano con una pésima mano y sin fichas para apostar de nuevo.

Tres minutos. Pronto estarán aquí. Puedo escuchar sus barrigas ansiosas por devorarme. Amartillo el revólver. La bala está en el compartimiento. Me falta el aire y la cordura. Decido por un segundo que quiero vivir, tener hijos y un tumor que me mate a los 80 años. Decido que quiero dejarle mi reloj a un mocoso que necesite aprender una lección. No debe ser tan difícil escabullirme por debajo de la casa y tomar un vuelo a Phuket. He leído que es hermoso en esta época del año.

Mi plan de escape podría funcionar. Todo estaría bien. No tengo porque morir aquí y ahora. Debería largarme y tratar de ser feliz. Maya podría broncearse un poco. Le compraría un bonito vestido de baño y los dos tomaríamos margaritas en copas adornadas con sombrillas. Haríamos el amor bajo la luna, en la arena. Le escribiría poemas en el corazón. Dos minutos.

El sudor me cae en los ojos. Me restriego con el reverso de mi manga. Mi sangre es petróleo. Imagino que Maya va a gritar mucho cuando oiga los disparos y pienso que debí sedarla. Nunca cumple sus promesas. Dijo que no iba a hacer demasiada bulla cuando todo pasara, pero es una chiquilla espantada. No quiero que esto sea un espectáculo de circo, Maya.

Un minuto. Me pongo de pie y camino hacia el ventanal. La luz diminuta de un cigarrillo cuando lo aspiran me dice dónde están. Imagino sus miradas puestas sobre mí. El revólver se hace pesado en mi mano. Siento que se va a deslizar hasta el suelo y no hay nada que pueda hacer.

No tengo otra opción. Las deudas de sangre se pagan con sangre. Es la ley. Está escrita en piedra. Ojo por ojo. Vida por vida. No hay nada que pueda hacer. La muerte camina en la oscuridad y me sopla en el cuello. Me estremezco. Voy a morir. No hay otra cosa que pensar. Voy a morir. Y lo haré con las botas puestas. De pie como un valiente. Es lo que soy. Uno de esos, lo que sea que eso signifique.

Treinta segundos. Debo estar en la mira de sus armas. Creo que están ansiosos. Llevan toda la noche afuera. Seguro no han comido nada y están cansados. Hace frío. Pronto me van a matar y todo tendrá sentido de nuevo para todos. Ellos volverán a sus casas con su misión cumplida y la venganza consumada. Maya va a estar bien. Seguro conocerá a alguien y será feliz. Es inteligente y tiene unas piernas por las que Woody Allen mataría con sus propias manos.

Veinte segundos. Los veo moverse. Son apenas sombras borrosas que se baten sin pies, como flotando. Las lágrimas me ciegan. Soy un tipo honorable y me miento para creer que todo va a estar bien. Sólo debe quedarme muy quieto y esperar. No va a doler. Todo se acabará muy rápido y no habrá más sufrimiento para nadie y menos para mí. El final de esta pesadilla luego de que oprima el gatillo.

Diez segundos. Aprieto el arma. No puedo irme sin matar alguno ¿verdad? Soy de esos. Un tipo honorable. Llevo la marca de la horca alrededor de mi garganta. Cinco segundos. Ocho balas. Tres sombras. Levanto el revólver. Tres segundo. El final. Hasta aquí llegamos, muchachos. Por fin me encontraron. Por fin van a cobrar la deuda que tengo desde siempre. Ganaron. No importa. Cierro los ojos. Media noche. Te amo, Maya. Bang, bang.

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