Both Naked (Modo de compatibilidad)



¿Y qué si no nos gustan las mismas cosas?, ¿Y qué si somos diferentes como tiburones y ballenas?, ¿Y qué si lees a Benedetti y tienes gato?, ¿y qué si no compro zapatos? No me importa que tus papás vivan en Sicilia y que odies los pingüinos gay del zoológico de Alemania. No me interesa que no te encadenes por la liberación del Tíbet, que uses suavizante para tu ropa y crema para peinar.

Olvida que prefiero caminar siete kilómetros al trabajo a diario que comprar carro, que fumo como un general vietnamita, que no me gustan las camisas de algodón y que mis jeans tienen más años que la Perestroika. No te preocupes si olvido tu cumpleaños y llamo al otro día como si nada para invitarte a un parque. Si no recuerdo tu color favorito o si no me pongo corbata cuando alguien cercano muere.

A mí me gusta que seas rara. Que tengas un malgenio arrogante y egoísta. Me gusta que no me escuches a veces y que no admitas que te equivocas, que seas una cabeza dura. Me gusta tu boca y la cicatriz que tienes en la cabeza. Me gustan tus chistes sin sentido. Me gusta que no tengas radio. Me gusta que comas helado en cucurucho y no en vaso. Me gusta que no tengas banda favorita que pero que sepas qué es el predial y dónde se paga. Me gusta que te hagas el manicure a media noche.

Me encanta cuando me llamas a la madrugada sólo a despertarme. Sabes que puedes hacerlo y por eso lo haces. Me encanta que cuando peleamos seas capaz de mandarme al infierno sin tiquete de regreso y que luego me beses sólo porque ya se te pasó. Me encanta que seas caprichosa pero nunca intransigente. Me encanta que pases horas caminando en un centro comercial sólo buscando unas medias para que el abuelo se caliente en el invierno.

Perdona si soy descuidado. Si odio las lociones finas y me la paso filosofando sobre lo inútil del capitalismo. Perdona si me gasto el dinero en causas perdidas. Si no pago completo el bus. Perdona que no te tome de la mano en la calle y que nunca vaya de paseo contigo. Perdona que no celebre la Navidad y que críe lagartos en el lavadero.

Pero, es que así soy yo. No tengo cédula. No tengo crédito en los bancos. No tengo visa ni pasaporte. No me he graduado de abogado ni de médico. La última camisa que compré costó $10.000. Viajo barato y como basura. No cuido mi colesterol y nunca voy a al médico. No creo en dios pero rezo si estoy en peligro. No me gusta bailar. Digo mentiras y manipulo a la gente. Tengo horquilla en el cabello. Soy radiactivo y me fugué de la cárcel.

Soy miedoso y frágil. Desconfiado. Perezoso. Tengo cicatrices. Soy un mal ejemplo. Me gustan las aventuras pero no pagar por ellas. Le he dado la vuelta al mundo siete veces metido en tu pelo. Me inyecto heroína. Fumo porquerías. Me han golpeado en la cara y el estómago. Me han disparado tres veces y una vez me intentaron acuchillar el cuello. No hablo con mis papás.

Soy autodestructivo. Me baño acalorado y veo tanta televisión que a veces hablo como si lo que digo estuviera escrito en un guión. Leo cuando estoy sentado en el inodoro. Me cago en los ricos pero quiero ser uno. No me gusta Obama ni McCain. Me masturbo antes de dormir pensando en ti. No sé por qué cayó el Muro de Berlín.

No tengo un peso ahorrado. No he montado en avión. Mi mayor orgullo es un cómic. Me gusta leer a Bukowski pero Kafka me aburre. Compro películas ilegales. En el colegio hice trampas. No sé dividir. No he ganado nunca una pelea. No sabría elegir entre Pelé y Maradona.

Tú eres distinta a mí. De otro mundo aunque del mismo. Hueles a flores y tienes los dientes derechos. De mí te gusta que soy honesto e inteligente. De ti me gusta que eres tú. Aunque a veces te odio. Y prefiero no verte en días. Me digo que no tenemos futuro, me digo que quiero que tengas hijos con otro.

Pero, la verdad es que te amo. No lo puedo negar. Eres tan imperfecta como yo. Tan humana y pecadora como yo. Tan mentirosa y frágil. Te amo y eres mi chica. Siempre va a ser así. Hasta que se acabe el mundo o hasta que uno de los dos se muera.

Así que déjate de idioteces de una buena vez. Admite que soy lo peor que te ha pasado pero que te gusto. Yo digo lo mismo de ti. Te dejo esta carta que espero recibas. Sé que te vas a enojar y me vas a mandar al infierno, pero cuando se te pase, ya sabes en dónde encontrarme para que tengamos el final de celuloide que nos merecemos los dos.

And no more shall we part



Ayer te vi pasar frente a mí en la calle. Te movías tan rápido que creí por un segundo que era un espejismo el que me pedía permiso para pasar. Llevabas un impermeable azul y zapatos altos. El cabello recogido en una cola de caballo y los ojos delineados con lápiz negro. Ibas tan hermosa que por poco pierdo el control de mí mismo y estuve a punto de zambullirme en uno de tus bolsillos. Pero te dejé seguir sin murmurar palabra.

En la esquina lo besaste. Sonreí adolorido al tiempo que dentro se me derrumbó la vida como un edificio dinamitado. Te colgaste de su nuca con ambas manos, entrelazando tus dedos entre sí. Es alto y fornido, mi enemigo. Te mira directo a los ojos y puedo ver que te desea como yo lo hice, hace ya tanto tiempo atrás. Los escombros que caen pesados al océano son mi alma.

Siento que tus senos palpitan entre mis manos. Ese recuerdo me atraviesa las palmas como flechas ardientes. Lo besas de nuevo en la boca, pero esta vez es despacio, apenas rozándolo. Así me gustaba que lo hicieras conmigo. El sol brilla, tus ojos fulguran al verlo. Abrazados se marchan y yo empiezo a planear la forma de asesinarlos a ambos.

Estoy plantado en el cemento viendo como vas al horizonte, fugaz. No puedo hablar. Tus pestañas, el tímido aroma de tu perfume, los botones de tu saco, las piedras al lado del camino, las nubes, la risa enloquecida, las verduras y las lombrices me queman la dignidad. Mi orgullo se cuela hasta las suelas de mis zapatos. Mi trono está quebrado. Mi reina tiene un nuevo rey. Soy un exiliado de mi propio imperio.

Me amaste con tanta intensidad que el aire a nuestro alrededor se quemó. Mis manos estaban atadas y dejé que el fuego se apagara despacio, frente a mis ojos. Te amé con tanta intensidad que viví en tus poros y era mi sudor el que corría por tu cuerpo. Mi oxígeno en tus pulmones. Mi aliento en tus besos. Pero, mis manos estaban atadas. Fui un tumor en tu cerebro, un virus en tus arterias.

Y al final actué de acuerdo con mi naturaleza criminal. Lastimé tu amor honesto con soberbia, lo despedacé con mis pies descalzos. Te destruí a mi antojo cada noche con mi silencio implacable. Te humillé con mi ausencia acostada a tu lado en nuestra cama. Intoxiqué tu amor con mi venenosa arrogancia. Éramos dos esta mañana. Ahora sólo quedo yo y debo seguir. Tras de mis ojos se esconden los pecados que cometí y cuando los cierro danzan burlones. Me juzgarán por que te hice y bien podrías testificar en mi contra ante el jurado.

Acabo de verte pasar frente a mí. Finales de diciembre. Cuatro de la tarde. El sol brilla al tiempo que te vas con él. Quiero rendirme ante los caníbales que devoran solamente corazones. Me quiero entregar a mujeres que hablan hermosas palabras de amor a cualquiera que pague el precio.

¿Qué otra cosa puedo hacer, mi asesina, mi amante? Te perdono por no resistir más y no esperar a que las cadenas se rompieran y yo al fin quedara libre para ti. Te exonero por irte con él. Te libero de la culpa que no sientes. Ahora soy yo quien debe sufrir la condena de seguirte amando tanto. Soy tu hombre y siempre lo seré. Tuyo cuando él te haga el amor. Tuyo cuando tengas a su bebé. Tuyo cuando lleguen los cobros de la hipoteca. Ya que no eres mía sino suya siento que te amo igual y que aún me tienes. Sigo sonriendo. Adentro estoy hermosamente destruido y este desastre te pertenece igual que yo.

Los pájaros vuelan libres en el cielo azul, como conscientes de tu felicidad te siguen y te aletean alrededor. Me voy quedando sin tiempo. Con cada paso que das un poco de mí muere. Espero que los gallinazos entierren sus garras en mis ojos primero para no tener que verte más. Con cada paso que das el otoño le quita las hojas al árbol de mi alma, con cada paso que das el veneno pudre mi humanidad.

Eres una deliciosa gangrena que me devora la carne. Eres el tren al que me voy a lanzar. Eres el ídolo pagano ante el que se arrodillan mis creencias. Eres el demonio que incinera mi lucidez. Eres la luz de la autopista. Eres el perro que lleva a dios en los ojos. Eres Hitler y Ghandi.

Y yo, sin ti, no soy más que yo. Al fin, el infierno.

Deuda de sangre



La noche es oscura y cerrada. Como lo debe ser la boca de una bestia hambrienta. Las notas de un viejo órgano viajan por el aire, danzando hasta mis oídos desde la rockolla. Pero, puedo escuchar todo lo demás con demasiada claridad.

El llanto ahogado de Maya en la habitación de arriba es nítido. Puedo oír la respiración irregular del perro, dormido en el suelo de la cocina. Los corazones de los hombres que me esperan afuera para matarme resuenan como tambores africanos y me hacen temblar como una hoja en otoño.

La sangre me hierve en la venas. Mi pulso se agita. Las aletas de mi nariz se abren y se cierran como si fueran los ojos nerviosos de un ciervo atrapado en la quijada de un lobo. El miedo se anuda en mi garganta. Me cierra la tráquea, haciendo que respirar sea tan doloroso como si en lugar de oxígeno fueran hojas de metal afiladas lo que entra a mis pulmones. Las manos se me crispan hasta que los nudillos quedan blancos, como huesos prehistóricos exhibidos en un museo.

La oscuridad es insondable. Seguro que algunos fantasmas deben estar caminando por allí, tan tranquilos y cómodos que ni siquiera se molestan por mí, sentado en el sofá, de frente a la ventana, con la mirada fija afuera. Con la mirada fija en ellos, aunque no los pueda ver.

Allí están. Al otro lado de la calle. Ocultos entre los arbustos. Sus latidos marcan los segundos que pasan. Las notas del órgano vuelan y se pierden despacio. Es el sonido de mi muerte. No quiere que me vaya sin escucharla primero. Maldita zorra.

En el cojín, justo entre mis piernas hay un bulto. Lo acaricio apenas con las yemas de los dedos. Es macizo pero suave. Conozco bien su forma. La he estudiado milímetro a milímetro. Sé qué rugosidades tiene y los pequeños huecos que el tiempo le ha logrado abrir. Es un revólver .22 Rimfire. Tiene tantos años como mi apellido. Lo acaricio y pienso en ellos. Los hombres de afuera. Me aguardan impacientes. Que esperen. Falta tiempo aún. No tengo que apresurarme a morir ¿verdad?

El tambor del arma tiene ocho balas. Cada una tiene una cruz en la punta. Yo mismo las marqué con un cuchillo. Lo hice con tanto cuidado que incluso sentí lástima de tener que dispararlas. Algo gracioso, ya que después de que lo haga probablemente no tenga cerebro ni pueda sentir tristeza de haber usado mi munición. Pero, ¿qué se le puede hacer? Soy un sentimental sin remedio, incluso enfrentando mi propio apocalipsis personal.

El perro gruñe de repente. Escucho cómo se levanta y va hasta la puerta de atrás. Debe haber alguien allí. Parece que se impacientan más y más. Se adelantaron a la hora. No me muevo un centímetro, aunque mi dedo índice derecho se enrosca en el gatillo de forma instintiva.

No esperaba que las cosas fueran así de complicadas, pero no estoy en posición de exigir nada. Mucho menos de exigirle nada al destino. Ya mi suerte está echada y es mi última mano. Ases o par de dos. Todo o nada. Sin revanchas. Sin remordimientos.
Un ladrido. Dos ladridos. Tres ladridos. Silencio. El intruso debió haberse ido.

Seguro solamente quería asegurarse de que no me escabullí por alguna ventana y que voy camino a México ahora mismo. Pero, puede estar tranquilo. No hago eso. Odiaría ser así de cobarde. No soy de los que huye.

Arriba, Maya solloza un poco menos. Debe estarse quedando dormida ya. Está cansada, la pobre pequeña. No debí dejar que se quedara, pero es tan terca y la amo tanto que no pude negarme. Además, ¿quién quiere morir solo? Al menos sé que yo no.

Sólo espero que no le hagan daño. Me prometieron que no lo harían. Me juraron que ella iba a estar bien después que todo esto acabara. Dijeron que sólo me quieren a mí. No tenía más alternativa que creerles. Es increíble todo lo que te puedes tragar de un bocado cuando se acaban las opciones y no hay hacia a dónde más correr.

Miro la hora. El reloj está en mi muñeca izquierda. Mi abuelo me lo regaló cuando tenía siete años. Una mañana salí a correr al campo y lo perdí. Tuve tanta vergüenza que me lancé por un pequeño acantilado para distraer la atención de mi valioso tesoro perdido. Perdí unos dientes y me fracturé la clavícula.

Mi abuelo no era ningún tonto. Siempre supo que había perdido su reloj. Dejó que yo creyera que lo había engañado. Y una mañana de Navidad, cuando desperté, encontré el reloj sobre mi mesa de noche con una inscripción grabada atrás. Decía “¿Y si nuestro planeta fuera el infierno de otro mundo?”

El reloj dice que faltan cinco minutos para la media noche. El tiempo se acaba, ya casi es hora. Todo se va a acabar pronto. Sólo tengo una opción de seguir vivo y es que el infierno esté demasiado lleno para recibirme. Y dado que mi suerte no ha sido buena por estos días y mi fe en dios se agotó, no espero milagros.

Pienso un poco en cómo llegué a esto y parece ser, de cualquier forma, la salida más lógica. Esta es la forma en la que tiene que terminar todo de una buena vez. No importa si estoy atrapado en mi propia casa, a cinco minutos de una muerte violenta pero segura. Pero claro que tenía que acabar así. La guerra terminó. Los héroes perdieron. Las deudas de sangre se pagan con sangre.

Mi corazón parece el motor de una avioneta. Mi boca se reseca y se me llenan los ojos de lágrimas que no quiero llorar. El dedo vuelve al gatillo. Maya duerme, ronca como un gato intranquilo. La noche es oscura y cerrada. Tal y como debe ser la boca de una bestia hambrienta. Eso lo sé. Estoy allí. Cuatro minutos.

No tengo nada de qué arrepentirme y eso es malo. Ninguna vida es tan buena como para no recordar los pecados. No tengo plegarias para nadie. Ni siquiera para ella, para mi Maya. El pulso me falla. La tierra se mueve. Estoy preparado pero tengo mucho miedo de morir. Debí haber huido a México con mi chica y mi perro. Pero, no soy de esos. Las deudas de sangre se pagan con sangre. Es la vida y yo sólo soy un humano con una pésima mano y sin fichas para apostar de nuevo.

Tres minutos. Pronto estarán aquí. Puedo escuchar sus barrigas ansiosas por devorarme. Amartillo el revólver. La bala está en el compartimiento. Me falta el aire y la cordura. Decido por un segundo que quiero vivir, tener hijos y un tumor que me mate a los 80 años. Decido que quiero dejarle mi reloj a un mocoso que necesite aprender una lección. No debe ser tan difícil escabullirme por debajo de la casa y tomar un vuelo a Phuket. He leído que es hermoso en esta época del año.

Mi plan de escape podría funcionar. Todo estaría bien. No tengo porque morir aquí y ahora. Debería largarme y tratar de ser feliz. Maya podría broncearse un poco. Le compraría un bonito vestido de baño y los dos tomaríamos margaritas en copas adornadas con sombrillas. Haríamos el amor bajo la luna, en la arena. Le escribiría poemas en el corazón. Dos minutos.

El sudor me cae en los ojos. Me restriego con el reverso de mi manga. Mi sangre es petróleo. Imagino que Maya va a gritar mucho cuando oiga los disparos y pienso que debí sedarla. Nunca cumple sus promesas. Dijo que no iba a hacer demasiada bulla cuando todo pasara, pero es una chiquilla espantada. No quiero que esto sea un espectáculo de circo, Maya.

Un minuto. Me pongo de pie y camino hacia el ventanal. La luz diminuta de un cigarrillo cuando lo aspiran me dice dónde están. Imagino sus miradas puestas sobre mí. El revólver se hace pesado en mi mano. Siento que se va a deslizar hasta el suelo y no hay nada que pueda hacer.

No tengo otra opción. Las deudas de sangre se pagan con sangre. Es la ley. Está escrita en piedra. Ojo por ojo. Vida por vida. No hay nada que pueda hacer. La muerte camina en la oscuridad y me sopla en el cuello. Me estremezco. Voy a morir. No hay otra cosa que pensar. Voy a morir. Y lo haré con las botas puestas. De pie como un valiente. Es lo que soy. Uno de esos, lo que sea que eso signifique.

Treinta segundos. Debo estar en la mira de sus armas. Creo que están ansiosos. Llevan toda la noche afuera. Seguro no han comido nada y están cansados. Hace frío. Pronto me van a matar y todo tendrá sentido de nuevo para todos. Ellos volverán a sus casas con su misión cumplida y la venganza consumada. Maya va a estar bien. Seguro conocerá a alguien y será feliz. Es inteligente y tiene unas piernas por las que Woody Allen mataría con sus propias manos.

Veinte segundos. Los veo moverse. Son apenas sombras borrosas que se baten sin pies, como flotando. Las lágrimas me ciegan. Soy un tipo honorable y me miento para creer que todo va a estar bien. Sólo debe quedarme muy quieto y esperar. No va a doler. Todo se acabará muy rápido y no habrá más sufrimiento para nadie y menos para mí. El final de esta pesadilla luego de que oprima el gatillo.

Diez segundos. Aprieto el arma. No puedo irme sin matar alguno ¿verdad? Soy de esos. Un tipo honorable. Llevo la marca de la horca alrededor de mi garganta. Cinco segundos. Ocho balas. Tres sombras. Levanto el revólver. Tres segundo. El final. Hasta aquí llegamos, muchachos. Por fin me encontraron. Por fin van a cobrar la deuda que tengo desde siempre. Ganaron. No importa. Cierro los ojos. Media noche. Te amo, Maya. Bang, bang.

She's gone (Based on a true history)



Nancy murió hace una semana. Se fue de la vida desvaneciendo, como si una enorme goma de borrar la fuera difuminando cada día un poco. Luchó duro, como una fiera. Sí que era una mujer fuerte. Con uñas y dientes se sacudió la oscuridad del pellejo hasta que el cansancio la venció y entonces me dijo hasta luego con la mano.

Nos prometimos que la vida no nos iba a patear el culo hasta que no hubiésemos encendido el infierno en la tierra. Ella lo logró. Y si se dejó arrastrar fue porque ya no había puentes que derrumbar detrás de sus pies. Llegó al límite final del planeta, la frontera que Colón buscaba. No había nada más aquí para ella. Nancy era firme como mármol pero ya había sido suficiente resistir y ahora sus huesos descansan bajo la tierra que surcó sin consentimientos.

Caminé a su lado por el margen del abismo y mientras ella siempre miraba hacia el vacío sonriente, yo no tenía tiempo que perder y saltaba a tierra firme. Ahora que no está, regreso hasta borde y veo abajo. Es su rostro el que veo al asomarme pero no lo puedo tocar. Sólo me queda aullar a la luna, confiado en que me escuche y sepa que este costal de huesos y mala sangre la extraña tanto que se le entumen las vísceras de sólo recordar la silueta de su sombra.

Nancy era la mejor chica que he conocido. Tal vez nunca se lo dije pero fui un mejor hombre con que sólo pusiera mi nombre entre sus labios. No permitía que ella me viera por dentro porque me avergonzaba de mi alma. Soy un perro callejero, acostumbrado a vivir de la basura que hay en las canecas. Y aunque ella era peligrosa con el filo de una navaja, lo cierto es que tenía más corazón que un tigre herido. Y me amaba así como soy.

Nancy podía partir un hombre en dos sólo con una sonrisa. Nancy podía apagar una estrella sin siquiera empinarse. Nancy tenía la ira de diez mil dioses y la belleza de una gota de rocío sobre el pétalo de una flor al amanecer. Nancy era alfa y omega. Nancy me amaba y que ahora no está no sé cómo vivir.

Ahora camino solo por las noches en búsqueda de algo que me recuerde que sigo aquí. A veces despierto y no sé si estoy borracho o muerto. Entonces dejo todo tirado y me voy a la ciudad en pos suya. Cada noche la veo en el pelo gris de las meseras de los restaurantes. La oigo en los gemidos del gato negro que arde de fiebre en el callejón. La huelo en el alcohol de las jeringas del hospital. La acaricio en los muslos de las prostitutas de los Países Bajos. Su recuerdo sopla como una borrasca en mi corazón.

Debo llorar por Nancy, la mejor chica que he conocido jamás. Debo buscar mi redención, mi espíritu nauseabundo está condenado al purgatorio y ella está más allá del infierno y el paraíso. Ahora bebo por ella que amó al perro de amor sucio que soy yo. Debo llorar porque en primavera también mueren los cisnes. Amor, descansa en paz ahora mientras yo termino de arder en tu honor.

Kafka



Mi chica se va hoy a la guerra y no hay nada que yo pueda hacer. Vine con ella a la estación del tren. Dice que quiere que yo sea lo último que vea antes de partir. Dice que yo le recuerdo que aquí hay un mundo de ella. Yo no quiero esa responsabilidad. No puedo ser quien le de esperanza de volver cuando sé perfectamente que va a morir. No puedo ser noble. Soy un condenado, igual que ella, y para nosotros la fe es cáncer.

Alguien va a lastimar a mi chica y no hay nada que yo pueda hacer. La abrazo y siento que tiembla igual que una hoja en otoño. Está asustada y con toda la razón. Las bombas y las balas no preguntan nombres ni diferencian chicas lindas y listas de niños, ancianos o soldados. Me pide que la sostenga duro, siento como si fuera gelatina que se deshace entre mis brazos. Nadie me sostiene a mí y siento que me voy a derrumbar. No quiero pretender ser fuerte pero lo hago como puedo. Normalmente mentir me es fácil pero hoy la verdad me abruma y me pesa sobre los hombros como si cargara al mundo en ellos.

La estación es un lugar enorme repleto de gente. Es un hervidero de personas cubiertas con sacos para la nieve y sombreros de fieltro que apesta a desolación y muerte. Muchos de los pasajeros sólo son apenas cadáveres caminando por ahí, sólo buscando su vagón con afán. No entiendo porque alguien se apresura tanto para ir al infierno.

Mi chica me mira a la cara y yo la esquivo. Me necesita, pero no tengo fuerzas. No soy tan valiente. Yo debería ser quien me subiera a ese tren. Debería ser yo quien camine hacia el patíbulo, tragándome esas mentiras de que haré el mundo mejor disparando mi rifle. No debería ser quien se quede en tierra, soportando las noticias de horror que el viento sopla hacia acá.

Veo a mi chica a los ojos. Son como dos enormes lagunas. Mi reflejo se dibuja en sus lágrimas y siento asco de mí mismo y del planeta entero. Es sólo una niña que soñaba con ser médico. La llamaron a morir porque es buena salvando vidas. Veo a mi chica a los ojos y empiezo a mentirle lo mejor que puedo pero no me sale bien.

Le susurro al oído que la guerra va a acabar pronto. Que en la radio dicen que la invasión no es tan grave, que estará en casa en menos de lo que se imagina. Mi voz tiembla, se rompe a medida que sigo mintiendo. Yo sé que nunca la veré de nuevo. Ella lo sabe. No se traga una sola palabra de lo que le digo pero me mira a los ojos y me planta un beso en los labios.

Le ruego que entienda porque la dejo irse sola. Tengo que cuidar de los niños. Mamá murió de pulmonía el año pasado. Sólo quedamos los tres. Papá no está en ningún lugar. Ni siquiera sé cuál es su tumba para llevarle flores. Toda mi familia está muerta y ahora mi chica se va a la guerra. A salvar la vida de quienes no conoce, a dar una pelea que no es suya ni es mía. A morir porque parece que no hay nada mejor que hacer, nada mejor por lo que vivir.

El pito del tren, avisando a los pasajeros que es hora de abordar, la hace voltear hacia atrás. Aprovecho para restregarme los ojos y ocultar el llanto. Cuando me mira de nuevo está sonriente. Al verla siento como si estuviera al borde de un precipicio y éste me devolviera la mirada. “Adiós, soldado”, me dice y se despide con la mano. Da media vuelta y corre graciosamente. No puedo evitar sonreír y creer por un segundo que todo puede ir bien después de todo.

No le digo nada. No le digo que la amo y que ya la extraño. Tampoco le digo que necesito olvidarla ya mismo o no podré volver a ser yo. Si no la abandono ahora mismo a su suerte moriré también. Esos pensamientos macabros son sólo para mí. El nudo en la garganta se hace más grande y me corta el aire. El mundo da vueltas.

Los niños que no pudieron jugar con carritos y muñecas corren a levantar armas contra otros niños tan inocentes como ellos. Sólo son culpables de haber nacido en este mundo que no tiene corazón. El tren se va atestando de ellos. Pálidos, ojerosos, sin esperanza, sin futuro, vestidos con uniformes grises. Abajo las madres lloran y los padres hablan de sentirse orgulloso de que su sangre se derrame por un bien mayor. Son todos unos malditos cobardes que sólo criaron carne de cañón. Todos somos unos malditos cobardes.

Mi chica corre entre la multitud. No la pierdo de vista y me siento solo en ese lugar lleno de ánimas que caminan al purgatorio. El mundo gira más y más rápido. Las voces de todos se vuelven un solo murmullo ininteligible que me abarrota la cabeza. Los rostros que me rodean parecen grotescas máscaras de carnaval. Las miro y todas se burlan de mi dolor. Se mofan de lo débil que soy. Mi chica se va a la guerra y no hago nada para detenerla. Yo debo criar a mis hermanos menores. Debo buscar la tumba de mi padre. Debo llevarle flores.

Ella se sube al tren con un saltito gracioso. Parece que fuera de paseo, se ve hermosa en ese vestido de domingo. Intento sonreír cuando voltea a mirarme desde la escalerilla. Levanto mi mano temblorosa y la bato hacia los lados diciendo adiós. El mundo gira y gira. Mi estómago se revuelve. La náusea me invade. Otro pitazo anuncia la partida. Las madres chillan como cerdos a punto de ser sacrificados. Los niños besan cruces que llevan colgadas al cuello. ¿Dónde está Dios ahora?

El vagón engulle a mi chica. Camino unos pasos buscando su ventana pero adentro sólo veo una mancha gris de gente con sacos para la nieve y sombreros de fieltro. Veo los rostros de las víctimas y algunos me ven a mí. El suelo se abre bajo mis pies. El abismo me devuelve la mirada. Ninguno de ellos va a volver jamás. Ninguno va a aprender a amar antes que a odiar. Ninguno va aprender a montar bicicleta o va a comprar ropa nueva. Ya no cometerán errores en la escuela. Morirán con sangre manchándole las manos.

El tren resopla como un búfalo herido. Los vapores nos alcanzan a todos en el andén. El aire se vuelve plomo. El mundo gira más y más rápido. Las ruedas arrancan. La muerte espera ansiosa a sus víctimas. Los gritos me ensordecen. Miles de manos se pegan a las ventanillas como queriendo tocar de nuevo a quienes aman. Las plegarias y los insultos se confunden ¿Dónde está Dios?

La guerra está al final de las vías. El tren se apresura por ellas. Gana velocidad a cada segundo. Se aleja de este pavor de los vivos y entra a la otra oscuridad. Mañana regresará a recoger más desgraciados para llenar la barriga del horror. Yo estaré arando la tierra para que los niños coman. Mi chica se va a la guerra y yo me quedo atrás sin entender por qué sigo aquí. Este es realmente el peor momento de la humanidad.

Meto las manos al helado bolsillo de mi chaqueta. Allí está su carta. La saco para acariciarla con la punta de los dedos por última vez antes de romperla. La encontré en mi almohada esta mañana y memoricé cada letra. Me pide que no olvide a su padre, él también se queda atrás solo. No puedo hacer eso. Tengo que olvidarlo. No puedo verlo y ser fuerte por los dos. Adentro estoy destruido, adentro estoy seco. Él va a morir sentado en su silla de ruedas queriendo volver a ver a su niña, pero ella va a morir antes que eso suceda. Ella se fue a la guerra. ¿Dónde, dónde carajo está Dios?

Mis piernas se mueven sin que se los ordene. Por delante me llevo a quien me encuentro sin importarme nada más que pasar. Persigo el tren que se la lleva a morir. El mundo gira tan veloz que siento que voy a salir despedido del suelo. Corro tanto como puedo. Me encuentro a mi mismo gritando su nombre. No puede oírme, no puede verme. En la mente rezo por su alma y la mía a pesar de que sé que bien arriba nadie oye mis plegarias.

Ya no puedo respirar. Mi cabeza palpita a un ritmo imposible. Mi visión es borrosa, mis ojos arden. Sigo corriendo. Ya no tengo idea por qué. Mis piernas se inflaman, son plastilina que han amasado más de la cuenta. El vagón con mi chica está tan lejos de mí y tan cerca de su final pero no me detengo. Sigo, sin oxígeno en los pulmones, con lágrimas volando en el aire.

Caigo de rodillas. Rompo a llorar con fuerza. No puedo seguir viviendo en este mundo que manda a sus niños a una carnicería sin sentido. No puedo dejar que mis hermanos crezcan para convertirse en pequeños monstruos autómatas. No puedo enviar más personas que quiero a la guerra. No puedo continuar. No puedo buscar la tumba de mi padre ni arar la tierra. No puedo más.

Despacio me pongo de pie. Los niños me esperan con las barrigas vacías y la mirada perdida. Las bombas ya están lloviendo y mi chica no lleva sombrilla de plomo. ¿Dónde está Dios mientras las familias quedan mutiladas por esta locura sin sentido?

Doy media vuelta y regreso a la estación de trenes. Se va vaciando. Miro cómo los padres de los niños muertos se van abrazados, algunos sollozan un poco y otros se ven optimistas pero todos saben lo mismo que yo sé. Van a volver a casa a escribir cartas para poner en las tumbas vacías de sus hijos. Dejarán sus cuartos intactos para cuando regresen. Escucho a las madres soñando con preparar su plato favorito para darle la bienvenido a su pequeño soldadito el día que vuelva. No comprendo cómo ese engaño no los destruye allí mismo.

Mi chica se fue a la guerra. No hice nada para evitarlo. Soy otro cobarde que se dejó vencer. Mi coartada funciona a la perfección y eso me asquea. Debo criar a mis hermanos. Debo protegerlos del mal hasta que el bien los obligue a ir a la guerra. ¿Dónde está a Dios?, ¿a quién le pido que me explique este infierno? Mi chica se fue a la guerra y ahora me doy cuenta de que tal vez corrió con suerte. Nadie oye mis oraciones. ¿No hay nadie arriba? Mi chica se fue a la guerra y se salvó de quedarse sola en este mundo con el corazón podrido.

Pronto va a oscurecer pero lo que me aterra es que amanezca de nuevo. ¿Dónde está Dios? No lo sé pero al menos sé que no está aquí. Sigo caminando a la casa. Los niños me necesitan. Están solos en este mundo con el corazón podrido. Los amo tanto que haré una parada en la tienda antes de ir a verlos. ¿Dónde está Dios?, no lo sé pero, alguien, por favor, sálvenos de nosotros mismos

Inhumanidad



- A veces los recuerdos de los cuerpos sin vida de mis amigos y familiares, arrasados por esta guerra me mantienen despierto en la noche. ¿Y a usted?

- El café negro

Strange Days



Lunes.

Afuera, en el jardín damos vueltas, tomados de la mano. Más rápido dices tú y te agarro fuerte de las manos. Giramos más rápido como lo pides. En medio del vertiginoso carrusel que son nuestros cuerpos no puedo ver más que tu rostro, feliz. Tienes los ojos apretados y la sonrisa fresca, como recién estrenada.

Yo te miro fijamente para no caerme. Eres mi punto de equilibrio. Todo lo demás es un borrón que me mancha la cabeza. Más rápido dices. Más rápido gatito, más rápido que quiero volar. Más rápido es, entonces, amor. Alcanzamos la velocidad de la luz, atravesamos a otra dimensión.

Me sueltas las manos y desapareces. Me voy de cara contra el planeta. Ruedo unos metros y mi piel queda chorreada en la tierra. Pierdo algunos dientes. Me pongo de pie dando tumbos. Desorientado te busco para saber si estás bien.

No te encuentro. Todo me da vueltas. El suelo es agua de mar en la que me hundo sin remedio. Grito tu nombre con todas las fuerzas que me quedan y no respondes. No estás en ningún lado. Despareciste. Entierro mis rodillas en el suelo. ¿A dónde te fuiste?

Martes.

Soy un caballo desquiciado. Corro por planicies, andenes y vías de ferrocarril sin detenerme nunca. Respiro fuego. El aire es lava ardiente. Ningún hueso sigue en su lugar. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Tal vez todo. Me parece que estoy muerto y no me detuve a darme cuenta. Sólo seguí corriendo.

Voy detrás de ti, llamando tu nombre. ¿Dónde estás metida?, ¿dónde puedo encontrarte? No estás en ningún sitio. Mis heridas no cicatrizan. Quiero llorar. Quiero abrirme el pecho con las manos y arrancarme tu corazón. Tirarlo a una canasta de basura para que se pudra. Pero, en lugar de eso corro. Voy detrás de un fantasma llamado tú.

Si te alcanzo ¿qué te puedo decir? Tiré toda mi cordura por la cañería. Solamente sé que te necesito y por eso corro.

Miércoles.

Al otro lado del mundo bebo el agua contaminada del río. Un cadáver flota como una piedra vacía. Es tan terrible estar sin ti. No sé vivir sin ti, amor. No sé vivir con tu soledad. La batalla me destruyó. Cierro los ojos y te veo. Me llamas con tus manos, sin hablarme. Me acerco a ti y devoras mis miedos de un bocado. Allí estás. No dejas de reír, como la última vez. Intento besarte y vuelves a irte. Ya no grito tu nombre.

No hay luna ni estrellas en el cielo. Mis puños son polvo y el hoyo negro en mi corazón se traga el universo entero. La muerte está cerca, flotando en el río a pocos pasos de mí. Prefiero beberla a seguir buscando. No estás en ningún lado. Ahora comprendo que fui yo quien se perdió.

Jueves.

Domingo.

Mañana vas a largarte sin dejar rastro alguno. No tengo idea de eso y por eso dejo que te vayas temprano a casa. Te beso la boca con descuido. Cierro la puerta y asumo que algunos insectos arañan la madera pidiendo entrar.

Me tumbo baca arriba sobre mi cama y pienso en que te hago feliz. El polvo se acumula sobre mi conciencia.
Debajo de la camisa el corazón me late tranquilo. Suspiro convencido de que mañana será un buen día. Una media sonrisa se fuga entre mis labios y yo la dejo. Nada puede salir mal. Me duermo en paz. Te amo. Amén.

Luto



A D le dispararon dos veces en el pecho. La primera bala le hizo añicos el esternón, le perforó el pulmón izquierdo y salió por la espalda. El proyectil se incrustó en un árbol a tres metros de él. D lanzó un alarido de sorpresa. No sintió nada de dolor porque el humeante cañón de la pistola lo hipnotizó al punto de no darse cuenta del hueco del tamaño de una cereza madura que lo atravesaba de lado a lado. Ni siquiera pudo reconocer su propia voz gritando. El impacto no lo movió ni un centímetro de donde estaba parado. El terror lo atornilló al suelo.

Con la mano derecha se tapó la herida. El segundo disparo, que lo alcanzó sólo dos segundos después, le arrancó el dedo anular desde la mitad. La bala se le encajó justo arriba del corazón pero no lo mató. Era un hombre grande y bien alimentado. Solía ejercitarse a diario. Un chorro de sangre y diminutos fragmentos de sus huesos le salpicaron el rostro.

D cayó de espaldas al suelo. El hueco en su espalda ardió como si lo hubieran perforado con ácido. Agonizó por quince minutos allí tirado en un charco de sangre. Lloró de dolor y de miedo todo el tiempo. Quería gritar, pedir ayuda, pero no tenía voz ya. Abría la boca para tomar oxígeno pero el pulmón perforado le ardía con cada bocanada.

Varias veces intentó ponerse de pie. Sólo para caer de nuevo de espaldas, de rodillas. Sus piernas eran gelatina. No dejaba de pensar que eso no le podía pasar a él. Solamente iba a tomar el bus para ir a almorzar a su casa. Si tan sólo se hubiese demorado cinco minutos en salir de su trabajo. Sólo iba a ir a almorzar a su casa y ya. Rezó y rezó en su mente. Le pidió a Dios por su vida. No quería morirse allí tirado, como un animal. Sólo tenía 27 años, sólo iba a almorzar a su casa.

Sentía que el pecho le iba a explotar. Su camiseta blanca se tiñó de rojo en instantes. No entendía de dónde salía tanta sangre. No podía detenerla. Se le iba saliendo así, oscura, espesa y caliente. Brotaba de sus heridas, Le cerraba la garganta. Se tapaba el pecho con las ambas manos, desesperado por controlar la hemorragia, pero de nada le servía.

Las lágrimas le nublaban la vista. En las películas no es así. Siempre duele menos, la gente no sufre tanto. Se retorcía en el andén. ¿Por qué le pasaba eso? Su cabeza era un nudo. Se repetía mentalmente que estaba soñando, pero enseguida se daba cuenta de la verdad. No era un mal sueño. No podía mentirse y el terror era cada vez más apabullante, claustrofóbico. Podía oler su propia piel quemada. Sentía náuseas pero no podía vomitar. La boca le sabía a cobre, como si hubiera lamido una moneda.

Miraba de un lado a otro buscando ayuda. Sus manos se cerraban en vano sobre la nada, intentando aferrarse a la vida un poco más. El dolor se hacía peor a cada segundo. Tenía una varilla ardiendo atravesada. El aire dejaba de llegar a su cerebro. Sentía desvanecer pero, el dolor lo arrastraba de nuevo a la conciencia.

Cerró los ojos fuerte, rogando en silencio ver algún rostro familiar que estuviera a su lado para ayudarlo a levantarse para ir a un hospital. Aún no quería morir. Tenía que ver crecer a sus dos hijos. Tenía que terminar la universidad. Tenía que abrazar a su mamá otra vez. Tenía que ir al partido de fútbol de esa noche.

Pero nadie se apiadó de él. Los carros siguieron pasando por la calle sin detenerse a socorrerlo. Algunos curiosos se aglomeraron a mirar. La gente le quitaba la mirada cuando con los ojos suplicaba misericordia. Sólo los escuchaba decir lo triste de esa situación. Es trágico para un chico tan joven morir así.

Alguien avisó a las autoridades. D murió en la ambulancia cuando faltaban cien metros para llegar al hospital. Nadie estaba con él. Lo último que vio fueron rostros de extraños cubiertos con tapabocas. Olió alcohol y escuchó la sirena del carro, buscando abrir paso entre el pesado tráfico de las 2:00 p.m. Sus ojos quedaron abiertos como platos. Sus lágrimas se volvían rojas al bajar por sus mejillas.

La gente que lo conoció no supo lo que pasó hasta una hora después. Al principio nadie fue a la morgue a reconocer el cadáver. Su familia y amigos decían que era imposible que algo así le pasara a él. Seguro solamente estaba retrasado para almorzar.

Aseguraban, con risas nerviosas, ingenuas, que tragedias como esas no le ocurren a personas como D. Es decir, sólo era un tipo que tocaba la guitarra y se ganaba la vida de manera decente. Tenía una perrita Frech Poodle blanca, una hermana menor estudiando en la universidad y una cuenta en el banco. Tragedias de ese tipo no le ocurren a buenas personas.

En una caja de madera de roble del tamaño de un jabón de baño la mamá de D guarda las gafas que traía puestas el día que lo mataron, cada noche la abre y llora hasta quedarse dormida. Todas las semanas su chica lee las cartas de amor que le escribió y también llora. Los domingos voy al cementerio. Busco su tumba que queda hasta el final y pongo una flor para él. D era mi mejor amigo.

Estómago



Son más de las seis de la mañana. Apenas si he podido dormir un par de horas. Afuera llueve y en mi corazón también. Mi almohada huele a humo de motor. Busco algo de comer en la nevera mientras escucho la máquina de los mensajes. No vienes hoy tampoco. El cuatro se hace algo más grande y frío.

Afuera oigo al casero. Habla de mí, de que aún le debo dos meses de renta. Dice que me va a echar a patadas si no le pago pronto. Las cartas que llegan en el correo sólo tienen más deudas de las que debo encargarme. Ni siquiera sé por qué del debo tanto dinero al banco. Maldita sea, y todo esto antes del café.

Tengo humo en la cabeza. No bebí anoche y por eso desperté peor. La boca está seca, las manos temblorosas. Perfecto, un problema más. Nadie le da trabajo a alguien que no tiene firme el pulso. Creen que estás asustado o enfermo. Se espantan y quieren acabar pronto de hablar contigo, quieren que te vayas con tu rostro pálido a otra parte. Es patético.

Necesito un trago. El doctor diría que quiero matarme rápido. Es lo que dicen todos. Y como todos, está equivocado. No pretendo irme de este mundo ardiendo. Quiero ver el show con calma, sin distracciones, recostado en mi sofá. Es sólo que necesito ocupar mejor mis pensamientos y una taza de café no es de gran ayuda. Un trago, es lo que necesito.

Para conseguirlo debo conducir hasta el estanco. No es lejos, pero la lluvia y las náuseas me pueden jugar una mala pasada. No estaría mal si al menos supiera que voy a quedar desparramado sobre algún policía que está de turno. Pero, dios es cruel y podría terminar en una silla de ruedas, cagando en una bolsa. No es bueno. No es para mí, no para mí.

Mi estómago gruñe. Algo anda mal. Corro al baño, me inclino y vomito. Me arde. Tengo ácido en las entrañas. El agua del inodoro se vuelve amarilla. Me limpio la barbilla con la mano desnuda y apoyo la espalda en la pared. Está helada. Necesito un trago. Un buen trago y una chica. Una que huela bien y que cambie las sábanas sucias.

Escucho la gotera de la cocina. Suena igual que una canción. Presto más atención. Sí, tap, tap, tap…sí, es una buena canción, ahora la reconozco. Mi mamá la tarareaba cuando cocía esos horribles sacos que regalaba a todos en Navidad. Creo que era Nat King Cole, el rey. Paz en su tumba.

Afuera llueve. El cuarto es frío. Pongo la máquina de nuevo y ahí está tu voz, debo admitir que tienes un culo de película, pero odio tu voz. Es tan frágil, tan suave que parece un hilo que puede reventarse. Odio tu voz pero amo tu culo.

El mensaje grabado es largo, pero no dice nada. Dudas, tartamudeas ¿por qué no me lo dices de una puta vez, por qué temes? Dilo. Di que nunca regresarás. Que estás mejor allá, con ellos que sí saben leer y no tienen úlceras sangrantes y rotos en las medias.

Llamarás de nuevo. No voy a contestar. No. Quédate sola con tu conciencia. Un trago, mierda, es todo lo que necesito para detener al mundo que gira como un trompo a mi alrededor. Vómito de nuevo. Una mancha roja se queda flotando sobre el agua amarilla. El doctor diría que lo logré. Matarme rápido. No doc, estoy vivo, equivocado de nuevo.

Debí salir de ti hace meses. Siempre supe que no tenías lo que se requiere. Eres buena y tienes esperanzas. Terco de mí. No eres una chica con resistencia, eres blanda y usas piyama para dormir. Eso debió bastar, pero mi corazón es idiota.

¿Por qué no me lo dices de una buena vez? Sé que quieres hacerlo, en tus mensajes repites que quieres que todo salga bien, pero eso significa que te quedes con el tipo flacucho que toca violín y que yo pueda conducir de nuevo a casa desde el estanco con una garrafa sellada y un six pack atrás.

La botella en la esquina lleva vacía tres días. Es lo mismo que llevo sobrio. Se me retuercen las tripas al recordar. Es mucho más de lo que esperé lograr. Pensé que sólo llevaba una noche. La cabeza da vueltas, la boca reseca. Necesito ese trago.

Son pasadas las seis de la mañana. El casero grita frente a mi puerta, quiere su “puto dinero”. Que se joda. Es un hombrecito asqueroso. No respondo y creo que patea el marco. Debe estar realmente furioso. Lo escucho irse mientras alega algo que no alcanzo a entender.

Nancy, ella sí era una mujer de verdad. No digo que tú seas mala, es sólo que eres una niña. Los perros viejos no queremos sardinas para el almuerzo. Tenemos los dientes afilados y buen gusto por la carne roja. ¿Dónde puede estar ella ahora? Seguro la tendría aquí a mi lado vomitando parejo conmigo, fumando alguna porquería y contándome de la vez que Morrison se desmayó sobre ella.

Afuera llueve pero la gente va a trabajar. Tienen proyectos y cosas que hacer durante el día. Yo no, ni siquiera planeo morirme hoy. Mi estómago grita y quema. Me retuerzo en el suelo. Esto debería ser París y la canción en la rockolla de Cream, eso le daría un toque romántico. Pero, yo no soy Marlon Brando ¿verdad?, me faltan pelotas y claro, estómago.

Son pasadas las seis de la mañana. Afuera llueve y en mi corazón también. Vuelvo a la cama. No puedo salir. Hace frío así que me arropo y me volteo. Mi almohada huele a humo y el hueco en mi cabeza se hace grande. Esperaré a que llames, sé que lo harás y cuando me digas que te largas de este apestoso pueblo, entonces iré por mi trago con el pulso firme.