Kafka



Mi chica se va hoy a la guerra y no hay nada que yo pueda hacer. Vine con ella a la estación del tren. Dice que quiere que yo sea lo último que vea antes de partir. Dice que yo le recuerdo que aquí hay un mundo de ella. Yo no quiero esa responsabilidad. No puedo ser quien le de esperanza de volver cuando sé perfectamente que va a morir. No puedo ser noble. Soy un condenado, igual que ella, y para nosotros la fe es cáncer.

Alguien va a lastimar a mi chica y no hay nada que yo pueda hacer. La abrazo y siento que tiembla igual que una hoja en otoño. Está asustada y con toda la razón. Las bombas y las balas no preguntan nombres ni diferencian chicas lindas y listas de niños, ancianos o soldados. Me pide que la sostenga duro, siento como si fuera gelatina que se deshace entre mis brazos. Nadie me sostiene a mí y siento que me voy a derrumbar. No quiero pretender ser fuerte pero lo hago como puedo. Normalmente mentir me es fácil pero hoy la verdad me abruma y me pesa sobre los hombros como si cargara al mundo en ellos.

La estación es un lugar enorme repleto de gente. Es un hervidero de personas cubiertas con sacos para la nieve y sombreros de fieltro que apesta a desolación y muerte. Muchos de los pasajeros sólo son apenas cadáveres caminando por ahí, sólo buscando su vagón con afán. No entiendo porque alguien se apresura tanto para ir al infierno.

Mi chica me mira a la cara y yo la esquivo. Me necesita, pero no tengo fuerzas. No soy tan valiente. Yo debería ser quien me subiera a ese tren. Debería ser yo quien camine hacia el patíbulo, tragándome esas mentiras de que haré el mundo mejor disparando mi rifle. No debería ser quien se quede en tierra, soportando las noticias de horror que el viento sopla hacia acá.

Veo a mi chica a los ojos. Son como dos enormes lagunas. Mi reflejo se dibuja en sus lágrimas y siento asco de mí mismo y del planeta entero. Es sólo una niña que soñaba con ser médico. La llamaron a morir porque es buena salvando vidas. Veo a mi chica a los ojos y empiezo a mentirle lo mejor que puedo pero no me sale bien.

Le susurro al oído que la guerra va a acabar pronto. Que en la radio dicen que la invasión no es tan grave, que estará en casa en menos de lo que se imagina. Mi voz tiembla, se rompe a medida que sigo mintiendo. Yo sé que nunca la veré de nuevo. Ella lo sabe. No se traga una sola palabra de lo que le digo pero me mira a los ojos y me planta un beso en los labios.

Le ruego que entienda porque la dejo irse sola. Tengo que cuidar de los niños. Mamá murió de pulmonía el año pasado. Sólo quedamos los tres. Papá no está en ningún lugar. Ni siquiera sé cuál es su tumba para llevarle flores. Toda mi familia está muerta y ahora mi chica se va a la guerra. A salvar la vida de quienes no conoce, a dar una pelea que no es suya ni es mía. A morir porque parece que no hay nada mejor que hacer, nada mejor por lo que vivir.

El pito del tren, avisando a los pasajeros que es hora de abordar, la hace voltear hacia atrás. Aprovecho para restregarme los ojos y ocultar el llanto. Cuando me mira de nuevo está sonriente. Al verla siento como si estuviera al borde de un precipicio y éste me devolviera la mirada. “Adiós, soldado”, me dice y se despide con la mano. Da media vuelta y corre graciosamente. No puedo evitar sonreír y creer por un segundo que todo puede ir bien después de todo.

No le digo nada. No le digo que la amo y que ya la extraño. Tampoco le digo que necesito olvidarla ya mismo o no podré volver a ser yo. Si no la abandono ahora mismo a su suerte moriré también. Esos pensamientos macabros son sólo para mí. El nudo en la garganta se hace más grande y me corta el aire. El mundo da vueltas.

Los niños que no pudieron jugar con carritos y muñecas corren a levantar armas contra otros niños tan inocentes como ellos. Sólo son culpables de haber nacido en este mundo que no tiene corazón. El tren se va atestando de ellos. Pálidos, ojerosos, sin esperanza, sin futuro, vestidos con uniformes grises. Abajo las madres lloran y los padres hablan de sentirse orgulloso de que su sangre se derrame por un bien mayor. Son todos unos malditos cobardes que sólo criaron carne de cañón. Todos somos unos malditos cobardes.

Mi chica corre entre la multitud. No la pierdo de vista y me siento solo en ese lugar lleno de ánimas que caminan al purgatorio. El mundo gira más y más rápido. Las voces de todos se vuelven un solo murmullo ininteligible que me abarrota la cabeza. Los rostros que me rodean parecen grotescas máscaras de carnaval. Las miro y todas se burlan de mi dolor. Se mofan de lo débil que soy. Mi chica se va a la guerra y no hago nada para detenerla. Yo debo criar a mis hermanos menores. Debo buscar la tumba de mi padre. Debo llevarle flores.

Ella se sube al tren con un saltito gracioso. Parece que fuera de paseo, se ve hermosa en ese vestido de domingo. Intento sonreír cuando voltea a mirarme desde la escalerilla. Levanto mi mano temblorosa y la bato hacia los lados diciendo adiós. El mundo gira y gira. Mi estómago se revuelve. La náusea me invade. Otro pitazo anuncia la partida. Las madres chillan como cerdos a punto de ser sacrificados. Los niños besan cruces que llevan colgadas al cuello. ¿Dónde está Dios ahora?

El vagón engulle a mi chica. Camino unos pasos buscando su ventana pero adentro sólo veo una mancha gris de gente con sacos para la nieve y sombreros de fieltro. Veo los rostros de las víctimas y algunos me ven a mí. El suelo se abre bajo mis pies. El abismo me devuelve la mirada. Ninguno de ellos va a volver jamás. Ninguno va a aprender a amar antes que a odiar. Ninguno va aprender a montar bicicleta o va a comprar ropa nueva. Ya no cometerán errores en la escuela. Morirán con sangre manchándole las manos.

El tren resopla como un búfalo herido. Los vapores nos alcanzan a todos en el andén. El aire se vuelve plomo. El mundo gira más y más rápido. Las ruedas arrancan. La muerte espera ansiosa a sus víctimas. Los gritos me ensordecen. Miles de manos se pegan a las ventanillas como queriendo tocar de nuevo a quienes aman. Las plegarias y los insultos se confunden ¿Dónde está Dios?

La guerra está al final de las vías. El tren se apresura por ellas. Gana velocidad a cada segundo. Se aleja de este pavor de los vivos y entra a la otra oscuridad. Mañana regresará a recoger más desgraciados para llenar la barriga del horror. Yo estaré arando la tierra para que los niños coman. Mi chica se va a la guerra y yo me quedo atrás sin entender por qué sigo aquí. Este es realmente el peor momento de la humanidad.

Meto las manos al helado bolsillo de mi chaqueta. Allí está su carta. La saco para acariciarla con la punta de los dedos por última vez antes de romperla. La encontré en mi almohada esta mañana y memoricé cada letra. Me pide que no olvide a su padre, él también se queda atrás solo. No puedo hacer eso. Tengo que olvidarlo. No puedo verlo y ser fuerte por los dos. Adentro estoy destruido, adentro estoy seco. Él va a morir sentado en su silla de ruedas queriendo volver a ver a su niña, pero ella va a morir antes que eso suceda. Ella se fue a la guerra. ¿Dónde, dónde carajo está Dios?

Mis piernas se mueven sin que se los ordene. Por delante me llevo a quien me encuentro sin importarme nada más que pasar. Persigo el tren que se la lleva a morir. El mundo gira tan veloz que siento que voy a salir despedido del suelo. Corro tanto como puedo. Me encuentro a mi mismo gritando su nombre. No puede oírme, no puede verme. En la mente rezo por su alma y la mía a pesar de que sé que bien arriba nadie oye mis plegarias.

Ya no puedo respirar. Mi cabeza palpita a un ritmo imposible. Mi visión es borrosa, mis ojos arden. Sigo corriendo. Ya no tengo idea por qué. Mis piernas se inflaman, son plastilina que han amasado más de la cuenta. El vagón con mi chica está tan lejos de mí y tan cerca de su final pero no me detengo. Sigo, sin oxígeno en los pulmones, con lágrimas volando en el aire.

Caigo de rodillas. Rompo a llorar con fuerza. No puedo seguir viviendo en este mundo que manda a sus niños a una carnicería sin sentido. No puedo dejar que mis hermanos crezcan para convertirse en pequeños monstruos autómatas. No puedo enviar más personas que quiero a la guerra. No puedo continuar. No puedo buscar la tumba de mi padre ni arar la tierra. No puedo más.

Despacio me pongo de pie. Los niños me esperan con las barrigas vacías y la mirada perdida. Las bombas ya están lloviendo y mi chica no lleva sombrilla de plomo. ¿Dónde está Dios mientras las familias quedan mutiladas por esta locura sin sentido?

Doy media vuelta y regreso a la estación de trenes. Se va vaciando. Miro cómo los padres de los niños muertos se van abrazados, algunos sollozan un poco y otros se ven optimistas pero todos saben lo mismo que yo sé. Van a volver a casa a escribir cartas para poner en las tumbas vacías de sus hijos. Dejarán sus cuartos intactos para cuando regresen. Escucho a las madres soñando con preparar su plato favorito para darle la bienvenido a su pequeño soldadito el día que vuelva. No comprendo cómo ese engaño no los destruye allí mismo.

Mi chica se fue a la guerra. No hice nada para evitarlo. Soy otro cobarde que se dejó vencer. Mi coartada funciona a la perfección y eso me asquea. Debo criar a mis hermanos. Debo protegerlos del mal hasta que el bien los obligue a ir a la guerra. ¿Dónde está a Dios?, ¿a quién le pido que me explique este infierno? Mi chica se fue a la guerra y ahora me doy cuenta de que tal vez corrió con suerte. Nadie oye mis oraciones. ¿No hay nadie arriba? Mi chica se fue a la guerra y se salvó de quedarse sola en este mundo con el corazón podrido.

Pronto va a oscurecer pero lo que me aterra es que amanezca de nuevo. ¿Dónde está Dios? No lo sé pero al menos sé que no está aquí. Sigo caminando a la casa. Los niños me necesitan. Están solos en este mundo con el corazón podrido. Los amo tanto que haré una parada en la tienda antes de ir a verlos. ¿Dónde está Dios?, no lo sé pero, alguien, por favor, sálvenos de nosotros mismos

Inhumanidad



- A veces los recuerdos de los cuerpos sin vida de mis amigos y familiares, arrasados por esta guerra me mantienen despierto en la noche. ¿Y a usted?

- El café negro