Tarde de Perros



Es una mala tarde. Una tarde de perros. El día es caluroso, pesado, pega la piel a los huesos. Es una esas tardes malditas que provocan crímenes hasta en monasterios. Los minutos se arrastran lentos como un lisiado sin bastón.

Alguien golpea a mi puerta. No necesito abrir, ya sé quién es. Es el casero que aún me pide su renta. Me quedo callado aunque él sabe que estoy aquí. No tengo nada para decirle, no tengo cómo pagarle. Chilla impotente. Amenaza con quemar el edificio con todos adentro. Parece una buena idea ya que me voy quedando sin razones para sentarme tranquilo a envejecer.

Grita de nuevo, desesperado, patea la puerta. Allí va a estar un buen rato hasta que se canse. Pienso que de nuevo el mundo nos falló a los dos.

Otra tarde de mierda. Otro día que me quiere arrebatar la razón. De nuevo la muerte me lame la espina dorsal. Es la fría hoja de una navaja que me atraviesa la espalda de abajo a arriba.

Estoy enfermo y no tengo medicamentos, sólo botellas de alcohol vacías y cigarrillos que yo mismo lío. Hace semanas que no me llevo un buen bocado al estómago y mi mente es igual que un náufrago a la deriva. Es cierto lo que dicen que el diablo baila en bolsillos vacíos. Lo siento zapatear mientras me exige el oro que no he encontrado. Ahí va mi cordura.

Debo haber estado buscando trabajo por casi nueve meses ya. No hay nada bueno para mí. Todos quieren que hagas el trabajo sucio pero nadie te quiere pagar por eso. No me importa limpiar mierda de las calles pero necesito dinero. A veces hago lo necesario para el almuerzo y la tinta de la máquina de escribir. Pero, a veces no consigo nada y debo perder. Estoy en mala racha de nuevo.

Hace calor como si este lugar fuera el sótano del infierno. Sobre el comedor está la correspondencia. Arriba hay una carta de una editorial. Le doy una mirada desde la ventana en la que estoy sentado. Lleva dos horas allí pero no necesito abrirla. Es otro rechazo. He leído tantos que ya incluso puedo olerlos. De nuevo un pomposo editor me contesta con amabilidad que mi novela no es precisamente material para su compañía. ¿Por qué abrirla? Eso no me da de beber ni paga mi renta. Qué tarde de mierda.

No he tendido mi cama ni he lavado la ropa en días. Hace poco cortaron la luz y pronto vendrán a quitarme el agua. El polvo se amontona dentro de los vasos vacíos, los libros y el vestido rojo de Nancy que está derramado como sangre sobre el espaldar de una de las sillas.

Dijo que lo buscaría pronto, pero sé que mentía. Me gusta cómo se le ve ese vestido rojo a Nancy. Es una chica hermosa y me quiere bien pero no tengo dinero y ella no tiene tiempo. Es una lástima no ver de nuevo esas piernas caminar a mi alrededor.

Es domingo. No me levanté por la mañana para ir a misa. Dios parece haberme olvidado y no seré yo quien lo busque. Tengo cosas más importantes en qué pensar ahora mismo. Nancy me desequilibra. La extraño y eso me vuelve loco. Pequeños detalles me mantienen cuerdo en medio del calor y la soledad. Me concentro en eso para no pensar en ella, para no oír al casero y olvidar que estoy pasado una tarde de perros.

Cierro los ojos muy fuerte y dejo que las notas que le saca el viejo ruso a su acordeón me invadan la cabeza. Es un mendigo viejo, bajito y regordete. Tiene una espesa barba blanca que le llega al pecho, como Dostoievski.

Siempre está debajo del edificio tocando su pequeño acordeón rojo. Se viste como si esto fuera Siberia, con bufanda, abrigo y gorro de piel. Eso parece gustarle a la gente que se divierte al verlo ignorar el calor para dedicar su entera atención a su música mientras suda como un buey de arado.

Cuando termina de tocar se quita el sombrero de la cabeza y lo extiende para recoger las propinas. Es un experto en llevarse bastante dinero a casa. Él me llama El Pobre y siempre me invita a una cerveza. Alguna vez me contó que aprendió a tocar el acordeón para pagar una deuda de 300 rublos que tenía con un usurero en San Petersburgo.

Tuvo que animar la boda de la hija del hombre y lo mejor que se le ocurrió fue llevar el viejo acordeón de su padre. Lo había visto usarlo de niño antes de que la tuberculosis lo matara. Me dijo que desde entonces supo que no podía hacer nada más. No sé qué hace tan lejos de casa.

Me asomo a la ventana y veo que no trae puestos ni su abrigo ni su bufanda ni su sombrero. Sólo lleva una camiseta blanca sin mangas y unas tirantas que sostienen sus pantalones. Parece que está descansando porque el acordeón esta a su lado, en el suelo, cuidadosamente colocado dentro de una caja cuadrada de madera, forrada en el interior de terciopelo rojo.

Pienso que una cerveza y la compañía de seguro me harían bien. Es una tarde apestosa que hace que hierva la mala sangre y yo tengo mucha corriendo en mis venas. Me visto con cualquier pantalón y camisa que encuentro. No me pongo medias en los pies. Me juago la boca con agua del lavaplatos. Tomo uno de mis cigarrillos y lo enciendo con un fósforo. La llama bailotea ante mí y aspiro duro.

Abro la puerta con fuerza y bajo las escaleras hasta el primer piso sin toparme con el casero. El sol rebota en el asfalto de la calle y me deja ciego. Me cubro los ojos con una mano y con la otra me saco el cigarrillo de los labios. Cruzo el umbral del edificio y me tiro al andén sin mirar a los lados. Exhalo el humo y tomo aire. No me siento cómodo aquí afuera.

Todo parece irreal y confuso. Veo a la gente montada en sus carros, hablando por sus celulares. Me pregunto si acaso no comprenden que realmente nada de esto vale la pena. Que la vida en realidad apesta a vómito de bebé y que lo único real es el dolor. Veo a los perros lamerse las bolas, a las ancianas contando centavos en la fila del supermercado y creo que dios sí debería existir sólo para mí y escuchar mis oraciones en las que le pido destruir todo para ahorrarme estar aquí junto a ellos.

No comprendo muy bien porque se debe resistir, por qué ese empeño de seguir vivos si el cáncer te mata. Si el calentamiento global ya que te quema la punta del culo, si ebrios al volante se llevan por delante coches llenos de recién nacidos. Pienso que no vale la pena existir en un sitio en el que niñas de quince años aparecen al lado de las carreteras con los panties en la boca y el cuerpo destrozado. Creo que dios se olvidó de mí y del resto de nosotros.

El viejo ruso me reconoce desde el otro lado de la acera y me hace señas con la mano. Sonríe y me digo que se parece a Papá Noel de vacaciones, allí sentado con su barba blanca y sus tirantas. Debo tener una expresión lastimera en el rostro porque enseguida me ve me abraza y me soba la parte de atrás de la cabeza al tiempo que me mira con los ojos conmovidos igual que si yo fuera un gato atropellado.

Me pide que me siente en un banco pequeño que usa para descansar. Se apresura a ir por las cervezas a la tienda que queda a media cuadra. Es una marca que no conozco. Están tibias las dos. Saben a orines pero me bebo la mía de buena gana. El viejo trajo consigo otra silla y se sienta en ella. Me ofrece la botella para que brindemos. Le agradezco el gesto y me regala una sonrisa piadosa.

- ¿Por qué tienes la misma cara de un perro apaleado? – me pregunta enseguida con esa voz ronca y carrasposa
- Supongo que es lo que soy, un perro apaleado
- ¿Qué te tiene destrozado, una mujer?
- Sí. Y el resto de las cosas como el planeta entero

El viejo se da un buen trago de su cerveza caliente y con sabor a orines y me mira con cuidado.

- No te has bañado en días. Y no te afeitas - me dice
- No le encuentro el sentido. Si me afeito la navaja puede rasgarme la garganta sin que me dé cuenta y aún no pago la renta. Creo que si me suicido allí al casero le costaría mucho sacar el olor a muerto y alquilar de nuevo ese cuchitril. No afeitarme es una labor social que lo beneficia a él. Soy un filántropo.

El ruso se carcajea de buena gana, batiendo la panza de arriba abajo como si fuera gelatina sin sabor.

- Eres un tonto, Pobre. No tienes ni idea de nada.
- Supongo que un mendigo ruso que toca el acordeón sí
- No. Tampoco. Pero al menos sé qué hago aquí. Tú ni siquiera entiendes cuál es tu papel.
- Mi papel es simple: nací para joderle la vida al casero. Ese maldito tiene que pagar por cobrar la renta en semejante nido de ratas.
- No te hagas el pendejo, Pobre. Sabes de qué hablo.
- Creo que me confundes con alguien a quien sí le importa un carajo de lo que hablas.
- ¿Sabes por qué zumban las abejas, Pobre?, ¿Por qué las ballenas nadan 8.000 kilómetros cada año para parir?
- ¿De qué carajo hablas ruso?

El viejo deja la cerveza en el suelo y apoyándose en su reumática rodilla se pone de pie. Da un paso para alejarse de mí y se agacha junto al estuche negro de su acordeón. Durante unos segundos hurga dentro y luego saca algo envuelto en un pañuelo azul. Es del tamaño de una manzana.

- ¿Alguna vez alguien te dijo algo que valiera la pena coser en un cojín para no olvidarlo nunca?
- Sí. Mátate a tiempo.

Y como si esperara que esa fuera mi respuesta, el viejo ruso asiente en silencio con la cabeza. Me extiende el pañuelo. Es un objetó macizo, pesado.

- Vete a casa, muchacho. - Me dice con sus manos entre las mías, como si me estuviera entregando el secreto de la vida envuelto en ese pañuelo azul. – Vete a casa de una buena vez.

Sin saber muy bien por qué, me pongo de pie también sin decir nada. Me meto el pañuelo en el bolsillo y cruzo la calle. La cabeza me da vueltas. ¿Por qué zumban las abejas?, ¿Por qué un poema es más peligroso que un sable afilado?, ¿Por qué aquí y ahora?

Despacio regreso al hoyo en el que malvivo. Me tiro a la cama y duermo sin soñar nada. Cuando despierto está tan oscuro que creo que el mundo se acabó y yo voy camino del Infierno. Después de unos segundos me pongo de pie y voy a la ventana. El ruso ya no está allí sentado.

En el bolsillo de mi pantalón encuentro ese bulto que me había entregado antes. Meto la mano y lo saco. Con los dedos muevo el pañuelo y veo que era una pistola negra. Abro el tambor y dentro hay una sola bala. La saco para examinarla. Es de plata pura, como las que usan en las películas para matar hombres lobo.

De nuevo pongo la bala en la recamara y giro el tambor. ¿Por qué zumban las abejas?, ¿Por qué se fue Nancy?, ¿Por qué dios se casó de mí?

Pienso en el viejo ruso y comprendo qué hace tan lejos de casa. En mi mente puedo oír cómo toca el acordeón y es claro para mí por qué prefiere hacer eso que labrar la tierra en Rusia. Nancy. ¿Dónde estás, Nancy? Debo ir a casa como dijo él, Nancy, ¿Por qué un poema es tan peligroso?, ¿Por qué sólo los insectos pueden ser felices?

Sé qué debo hacer ahora. Soy El Pobre y sé qué debo hacer ahora. Me pongo el cañón en la cabeza y sin siquiera tratar de responder a mis preguntas aprieto al gatillo seguro, al fin, de que así es como debe ser todo.