Lou Reed



Lou Reed es el león triste del circo de atrás. Tiene la melena rubia toda despeinada y unos ojos grandes como lagunas negras, llenas de nostalgia. Todos se preguntan qué pone triste a Lou Reed, pero él ya no habla nunca más y eso hace que se vea todavía más triste, como un niño ahogado, como una madre huérfana. Como un león sin pradera.

Todas las noches me cuelo en la tienda de Lou y le sirvo un poco de vodka en el vaso de agua que le deja el cuidador del circo. Él me mira con sus ojos profundos, llenos de noches africanas y gritos de melancolía. Mete la lengua rosada en el vodka y se echa a dormitar, como si yo no estuviera allí. Yo me acuesto a su lado y me duermo entre su pelo.

Esta noche, igual que todas las noches de luna llena, le digo a Lou Reed que siento los huesos fríos y la caricia de la muerte en la espina. Le digo que el dolor es mi perro guardián. Lou Reed me ve a la cara y parece que me dice con la mirada que me vaya al carajo con mis cuentos de mierda. Me quedo quieto esperando a que me dé el sermón pero se queda callado, así que yo le sirvo más vodka y brindo sin él por todos los idiotas del mundo unido.

Realmente me importa un carajo si no me quiere oír. Yo necesito hablar con alguien aunque no me quiera responder. Le cuento del nuevo soundtrack que voy a componer. Le hablo de cómo a veces los suicidas no dejan notas. Le digo a Lou Reed, el león triste del circo de atrás, que un día voy a ser un faraón y voy a tener una pirámide de oro. Le digo a Lou Reed que un día el sol va a brillar para mí y prendo un cigarrillo. Le digo a Lou Reed que mi muerte valdrá la pena y que será más que un montón de nada.

Le digo que a veces quisiera que él me devorara el corazón. Le digo que necesito pastillas para dormir y tal vez lecciones de paracaidismo para matarme la cabeza, para ya no marcar calavera. Le digo a Lou Reed que estoy cansado de mi piel. Le digo que la extraño. Y empiezo a hablar de ella. Porque al final siempre regreso a ella.

Le digo a Lou Reed que añoro la geometría de su cuerpo y sus ángulos en mi cama. Su mente tan compleja como la física de Einstein y sus piernas delirantes son mi cruz, le digo. Porque al final siempre regreso a ella.

Le digo que a veces deseo que un león como él me devore el corazón. Necesito olvidar los veranos que ella apagó con los labios húmedos. Necesito poder soplar las nubes cuando se acerca tormenta.

Las lagunas negras que son los ojos de Lou Reed se chorrean sobre mí y sin que yo se lo haya pedido, ni con un gesto siquiera, habla y me suelta que me vaya a la mierda. La perdiste chico, me dice, y la perdiste por una sola razón: eres un estúpido que no sabe ni siquiera qué carajo hace aquí.

El sonido de su voz es como el de una campana de bronce resquebrajada. Suena como si nunca soñara al dormir, como si un tumor de desazón le creciera a diario en el alma. Su voz suena cansada. Milenaria. Me quedo sin nada qué decir.

No creas que eres el único idiota que tiene huecos en el espíritu. Creer que eso es lo mismo que una hormiga crea que cuando un mocoso sádico la descuartiza en un patio es porque no es una buena obrera. El amor es odio y dolor, chico. Amar es resistir la traición de quienes crees que nunca te harían daño. Sólo alguien a quien amas de verdad puede lastimarte. ¿Sabes por qué? Porque nunca lo ves venir. Crees que sabes del mundo. Dices que la vida es corta pero duermes nueve horas al día y no has comprendido que siempre traes las de perder.
Así que es simple: la vida tiene mierdas que no puedes evitar, que no puedes entender. Así seas el jodido Papa te van a pasar cosas malas, siempre. Comprende que no hay un plan divino. No hay un dios que juegue a las marionetas. Sólo una enorme ruleta rusa que gira y gira: un día te toca la rubia de culo como miel y otro día te toca perder un testículo. Tú, yo y el resto de muñecos de carne somos apenas jugadores esperando que rueden los dados.
Lo que te quiero decir es que no entiendo qué haces viniendo todas las noches a mi tienda a emborracharte en lugar de estar afuera, buscándola. No tienes nada qué perder o nada que ganar. Ella te hizo daño por alguna razón. No porque sea una buena o una mala mujer. Sólo tomó una mala decisión y alguien salió perdiendo. Esta vez fuiste tú. Qué mal. Así que tú dirás si vas a pasar el resto de tus miserables vidas quejándote o vas a hacer algo al respecto.
Pero, al menos entiende que yo también tengo huecos adentro, el infierno tiene varios lugares de parqueo y yo ocupo uno de ellos. Yo no soy tu amigo. Yo solamente soy un león de circo que quiere vivir en paz. Tú puedes lavarte los dientes con gasolina o votar en las elecciones y todo eso me da lo mismo. Al final, tengo mis propias tristezas, a veces cojeo y no entiendo a Kant cuando lo leo. Al final, chico, soy sólo un león atrapado en una función de circo, igual que tú.


Luego, Lou Reed, el león triste del circo de atrás, me pide que salga de su tienda, despacio, sin hacer movimientos bruscos. Me dice que ponga mi tristeza con cuidado en el suelo pero que le sirva más vodka antes de irme.

Me quedo sin nada que responder, aturdido, casi como si me hubieran golpeado la cabeza con una pala. Cruzo la puerta y la noche me traga como si fuera la enorme boca negra de una bestia prehistórica. Me largo pensando que necesito que el mundo se estrelle contra mí. Me largo pensando en ella.

Lou Reed, el león triste del circo de atrás se queda mirando callado cómo me voy y aunque yo ya no puedo verlo, él se pone a llorar y piensa que yo soy un niño idiota que todavía necesita rasparse las rodillas y que no tenía derecho de revolverle la sopa de los sentimientos de esa forma.

Y como yo, él también termina pensando en ella. Porque al final siempre es ella. Y las lagunas oscuras que son sus ojos se llenan de lágrimas y Lou Reed, el león triste del circo de atrás, llora desgraciado y piensa que ella es todo lo él tuvo pero no pudo mantener y en silencio desea dormir y poder soñar que un león como él le devora el corazón por siempre.

Pensamientos de un simple hijo puta sobre una chica que debió ser beat
(Cassiopea)




Nunca aprendí bien las lecciones que la vida intentaba darme así que cuando el peligro de perder la cabeza y caer redondo como una pelota de fútbol ante alguna idiotez es latente, lo único que me queda es aceptar mi destino y entregarme a él de brazos abiertos. Mi abuelo decía que era cosa de hombres asumir las consecuencias de todos tus actos y hasta los de los demás.

Por eso nunca entendí muy bien qué era eso que me decías de tener cuidado de en dónde ponía mis pies. Por eso sin pensarlo mucho besé el suelo que tú anduviste y por eso me tienes aquí, como tu perro faldero, ladrando y moviendo la cola para que me acaricies, para que me des una manta impregnada con tu olor sobre la cual dormir.

Y es que eso es lo que soy ahora. Tu mascota favorita. Tu vestido de cóctel. Tus buenas notas en la universidad. Soy todo lo bueno que te pueda ocurrir y todas las maldiciones piratas que puedan soportar tus hombros.

Soy todo para ti y al tiempo eres todo para mí. Porque el mundo es uno cuando estamos juntos y no hay nadie más en él. Y el universo es una gota de alcohol sobre la lengua de algún poeta que narra nuestra historia.

Porque nunca supe qué era eso de tener cuidado y mirar a ambos lados al cruzar las calles es que contigo caigo redondo como pelota de fútbol. Y si me lo pides nado en estanques de pirañas para recuperar el anillo que dejaste caer al fondo.

Porque así de tonto estoy por ti. Te seguiría descalzo por el filo de una navaja y me tragaría tus miedos, tu cáncer, tus pesadillas a media noche para que estés siempre en paz.

Porque eres la chica que rompe mis paradigmas. La que chica que congela mi vodka con los ojos y la mujer que me hace aullar a las ventanas su nombre hasta que se asoma a pedirme que lo haga más fuerte, que la luna no me oye.

Si algún día tuviese que dejar de amarte me inyectaría veneno entre las costillas para morirme con el dolor de no poder tenerte jamás de nuevo. Sin ti soy como un perro sin amo. Soy un astronauta sin espacio. Soy John Lennon sin los Beatles.

Y es que eres la clase de persona que, si sacara el tiempo, dominaría el mundo. Eres una mina de diamantes en Sierra Leona, eres un político honesto. Eres quien le puso precio a mi cabeza y eres por quien vendí mi alma al diablo. Eres de quien hablaba Bukowski. Eres la razón de que la gente se lance de cabeza desde las estrellas para estallar como globos de agua contra el suelo.

Eres el motivo de que no esté en una tina con las venas abiertas y eres el motivo de mis libros. Eres mi musa y mi única inspiración. Eres quien odia lo que amo así que yo también lo odio. Eres mi amiga, mi amante, mi dios, mi meditación guiada. Eres el dolor de estar quemado, eres mi sueño salvaje hecho carne y verbo.

Eres la música de Zeppelin. Eres una bala de cañón disparada a mi estómago. Eres un ave en un cable. Eres el tráfico en la China. Eres la balada de Django.

Sí, eres sobre quien escribía Bukowski. Eres una chica que debió ser beat y que este simple hijo de puta sólo puede vivir para amar. Eres a quien espero venga vivir conmigo en el mundo que es, recuerda, sólo de los dos y que sin ti no sería más que un mal poema que nunca quiero leer.

Tarde de Perros



Es una mala tarde. Una tarde de perros. El día es caluroso, pesado, pega la piel a los huesos. Es una esas tardes malditas que provocan crímenes hasta en monasterios. Los minutos se arrastran lentos como un lisiado sin bastón.

Alguien golpea a mi puerta. No necesito abrir, ya sé quién es. Es el casero que aún me pide su renta. Me quedo callado aunque él sabe que estoy aquí. No tengo nada para decirle, no tengo cómo pagarle. Chilla impotente. Amenaza con quemar el edificio con todos adentro. Parece una buena idea ya que me voy quedando sin razones para sentarme tranquilo a envejecer.

Grita de nuevo, desesperado, patea la puerta. Allí va a estar un buen rato hasta que se canse. Pienso que de nuevo el mundo nos falló a los dos.

Otra tarde de mierda. Otro día que me quiere arrebatar la razón. De nuevo la muerte me lame la espina dorsal. Es la fría hoja de una navaja que me atraviesa la espalda de abajo a arriba.

Estoy enfermo y no tengo medicamentos, sólo botellas de alcohol vacías y cigarrillos que yo mismo lío. Hace semanas que no me llevo un buen bocado al estómago y mi mente es igual que un náufrago a la deriva. Es cierto lo que dicen que el diablo baila en bolsillos vacíos. Lo siento zapatear mientras me exige el oro que no he encontrado. Ahí va mi cordura.

Debo haber estado buscando trabajo por casi nueve meses ya. No hay nada bueno para mí. Todos quieren que hagas el trabajo sucio pero nadie te quiere pagar por eso. No me importa limpiar mierda de las calles pero necesito dinero. A veces hago lo necesario para el almuerzo y la tinta de la máquina de escribir. Pero, a veces no consigo nada y debo perder. Estoy en mala racha de nuevo.

Hace calor como si este lugar fuera el sótano del infierno. Sobre el comedor está la correspondencia. Arriba hay una carta de una editorial. Le doy una mirada desde la ventana en la que estoy sentado. Lleva dos horas allí pero no necesito abrirla. Es otro rechazo. He leído tantos que ya incluso puedo olerlos. De nuevo un pomposo editor me contesta con amabilidad que mi novela no es precisamente material para su compañía. ¿Por qué abrirla? Eso no me da de beber ni paga mi renta. Qué tarde de mierda.

No he tendido mi cama ni he lavado la ropa en días. Hace poco cortaron la luz y pronto vendrán a quitarme el agua. El polvo se amontona dentro de los vasos vacíos, los libros y el vestido rojo de Nancy que está derramado como sangre sobre el espaldar de una de las sillas.

Dijo que lo buscaría pronto, pero sé que mentía. Me gusta cómo se le ve ese vestido rojo a Nancy. Es una chica hermosa y me quiere bien pero no tengo dinero y ella no tiene tiempo. Es una lástima no ver de nuevo esas piernas caminar a mi alrededor.

Es domingo. No me levanté por la mañana para ir a misa. Dios parece haberme olvidado y no seré yo quien lo busque. Tengo cosas más importantes en qué pensar ahora mismo. Nancy me desequilibra. La extraño y eso me vuelve loco. Pequeños detalles me mantienen cuerdo en medio del calor y la soledad. Me concentro en eso para no pensar en ella, para no oír al casero y olvidar que estoy pasado una tarde de perros.

Cierro los ojos muy fuerte y dejo que las notas que le saca el viejo ruso a su acordeón me invadan la cabeza. Es un mendigo viejo, bajito y regordete. Tiene una espesa barba blanca que le llega al pecho, como Dostoievski.

Siempre está debajo del edificio tocando su pequeño acordeón rojo. Se viste como si esto fuera Siberia, con bufanda, abrigo y gorro de piel. Eso parece gustarle a la gente que se divierte al verlo ignorar el calor para dedicar su entera atención a su música mientras suda como un buey de arado.

Cuando termina de tocar se quita el sombrero de la cabeza y lo extiende para recoger las propinas. Es un experto en llevarse bastante dinero a casa. Él me llama El Pobre y siempre me invita a una cerveza. Alguna vez me contó que aprendió a tocar el acordeón para pagar una deuda de 300 rublos que tenía con un usurero en San Petersburgo.

Tuvo que animar la boda de la hija del hombre y lo mejor que se le ocurrió fue llevar el viejo acordeón de su padre. Lo había visto usarlo de niño antes de que la tuberculosis lo matara. Me dijo que desde entonces supo que no podía hacer nada más. No sé qué hace tan lejos de casa.

Me asomo a la ventana y veo que no trae puestos ni su abrigo ni su bufanda ni su sombrero. Sólo lleva una camiseta blanca sin mangas y unas tirantas que sostienen sus pantalones. Parece que está descansando porque el acordeón esta a su lado, en el suelo, cuidadosamente colocado dentro de una caja cuadrada de madera, forrada en el interior de terciopelo rojo.

Pienso que una cerveza y la compañía de seguro me harían bien. Es una tarde apestosa que hace que hierva la mala sangre y yo tengo mucha corriendo en mis venas. Me visto con cualquier pantalón y camisa que encuentro. No me pongo medias en los pies. Me juago la boca con agua del lavaplatos. Tomo uno de mis cigarrillos y lo enciendo con un fósforo. La llama bailotea ante mí y aspiro duro.

Abro la puerta con fuerza y bajo las escaleras hasta el primer piso sin toparme con el casero. El sol rebota en el asfalto de la calle y me deja ciego. Me cubro los ojos con una mano y con la otra me saco el cigarrillo de los labios. Cruzo el umbral del edificio y me tiro al andén sin mirar a los lados. Exhalo el humo y tomo aire. No me siento cómodo aquí afuera.

Todo parece irreal y confuso. Veo a la gente montada en sus carros, hablando por sus celulares. Me pregunto si acaso no comprenden que realmente nada de esto vale la pena. Que la vida en realidad apesta a vómito de bebé y que lo único real es el dolor. Veo a los perros lamerse las bolas, a las ancianas contando centavos en la fila del supermercado y creo que dios sí debería existir sólo para mí y escuchar mis oraciones en las que le pido destruir todo para ahorrarme estar aquí junto a ellos.

No comprendo muy bien porque se debe resistir, por qué ese empeño de seguir vivos si el cáncer te mata. Si el calentamiento global ya que te quema la punta del culo, si ebrios al volante se llevan por delante coches llenos de recién nacidos. Pienso que no vale la pena existir en un sitio en el que niñas de quince años aparecen al lado de las carreteras con los panties en la boca y el cuerpo destrozado. Creo que dios se olvidó de mí y del resto de nosotros.

El viejo ruso me reconoce desde el otro lado de la acera y me hace señas con la mano. Sonríe y me digo que se parece a Papá Noel de vacaciones, allí sentado con su barba blanca y sus tirantas. Debo tener una expresión lastimera en el rostro porque enseguida me ve me abraza y me soba la parte de atrás de la cabeza al tiempo que me mira con los ojos conmovidos igual que si yo fuera un gato atropellado.

Me pide que me siente en un banco pequeño que usa para descansar. Se apresura a ir por las cervezas a la tienda que queda a media cuadra. Es una marca que no conozco. Están tibias las dos. Saben a orines pero me bebo la mía de buena gana. El viejo trajo consigo otra silla y se sienta en ella. Me ofrece la botella para que brindemos. Le agradezco el gesto y me regala una sonrisa piadosa.

- ¿Por qué tienes la misma cara de un perro apaleado? – me pregunta enseguida con esa voz ronca y carrasposa
- Supongo que es lo que soy, un perro apaleado
- ¿Qué te tiene destrozado, una mujer?
- Sí. Y el resto de las cosas como el planeta entero

El viejo se da un buen trago de su cerveza caliente y con sabor a orines y me mira con cuidado.

- No te has bañado en días. Y no te afeitas - me dice
- No le encuentro el sentido. Si me afeito la navaja puede rasgarme la garganta sin que me dé cuenta y aún no pago la renta. Creo que si me suicido allí al casero le costaría mucho sacar el olor a muerto y alquilar de nuevo ese cuchitril. No afeitarme es una labor social que lo beneficia a él. Soy un filántropo.

El ruso se carcajea de buena gana, batiendo la panza de arriba abajo como si fuera gelatina sin sabor.

- Eres un tonto, Pobre. No tienes ni idea de nada.
- Supongo que un mendigo ruso que toca el acordeón sí
- No. Tampoco. Pero al menos sé qué hago aquí. Tú ni siquiera entiendes cuál es tu papel.
- Mi papel es simple: nací para joderle la vida al casero. Ese maldito tiene que pagar por cobrar la renta en semejante nido de ratas.
- No te hagas el pendejo, Pobre. Sabes de qué hablo.
- Creo que me confundes con alguien a quien sí le importa un carajo de lo que hablas.
- ¿Sabes por qué zumban las abejas, Pobre?, ¿Por qué las ballenas nadan 8.000 kilómetros cada año para parir?
- ¿De qué carajo hablas ruso?

El viejo deja la cerveza en el suelo y apoyándose en su reumática rodilla se pone de pie. Da un paso para alejarse de mí y se agacha junto al estuche negro de su acordeón. Durante unos segundos hurga dentro y luego saca algo envuelto en un pañuelo azul. Es del tamaño de una manzana.

- ¿Alguna vez alguien te dijo algo que valiera la pena coser en un cojín para no olvidarlo nunca?
- Sí. Mátate a tiempo.

Y como si esperara que esa fuera mi respuesta, el viejo ruso asiente en silencio con la cabeza. Me extiende el pañuelo. Es un objetó macizo, pesado.

- Vete a casa, muchacho. - Me dice con sus manos entre las mías, como si me estuviera entregando el secreto de la vida envuelto en ese pañuelo azul. – Vete a casa de una buena vez.

Sin saber muy bien por qué, me pongo de pie también sin decir nada. Me meto el pañuelo en el bolsillo y cruzo la calle. La cabeza me da vueltas. ¿Por qué zumban las abejas?, ¿Por qué un poema es más peligroso que un sable afilado?, ¿Por qué aquí y ahora?

Despacio regreso al hoyo en el que malvivo. Me tiro a la cama y duermo sin soñar nada. Cuando despierto está tan oscuro que creo que el mundo se acabó y yo voy camino del Infierno. Después de unos segundos me pongo de pie y voy a la ventana. El ruso ya no está allí sentado.

En el bolsillo de mi pantalón encuentro ese bulto que me había entregado antes. Meto la mano y lo saco. Con los dedos muevo el pañuelo y veo que era una pistola negra. Abro el tambor y dentro hay una sola bala. La saco para examinarla. Es de plata pura, como las que usan en las películas para matar hombres lobo.

De nuevo pongo la bala en la recamara y giro el tambor. ¿Por qué zumban las abejas?, ¿Por qué se fue Nancy?, ¿Por qué dios se casó de mí?

Pienso en el viejo ruso y comprendo qué hace tan lejos de casa. En mi mente puedo oír cómo toca el acordeón y es claro para mí por qué prefiere hacer eso que labrar la tierra en Rusia. Nancy. ¿Dónde estás, Nancy? Debo ir a casa como dijo él, Nancy, ¿Por qué un poema es tan peligroso?, ¿Por qué sólo los insectos pueden ser felices?

Sé qué debo hacer ahora. Soy El Pobre y sé qué debo hacer ahora. Me pongo el cañón en la cabeza y sin siquiera tratar de responder a mis preguntas aprieto al gatillo seguro, al fin, de que así es como debe ser todo.

Dante's Inferno



Debería poder maldecirte y hacerte sentir verdadero dolor. Los dioses deberían honrarme con el poder de las plagas para que se te pudra el corazón, para que se te borre la sonrisa.

El Apocalipsis debería descender sobre tu espalda y marcarte la piel con fuego. Y es que te odio con todas las células de mi cuerpo. Te detesto tanto que me duelen los dedos, la conciencia, la piel, el espíritu humano que se supone vive dentro de mí.

Mi deseo de revancha no me deja vivir ya. La comida me sabe a cartón. Sólo pienso en vengarme de ti. En verte llorar y sufrir, mientras estás de rodillas. Nada bueno me pasa por la cabeza cuando pienso en ti. Eres el plan previo al crimen. Eres mi proyecto de dolor. Eres quien va a pagar por las lágrimas que salieron amargas y que tuve que beberme cuando me moría de sed en el desierto de tu indiferencia.

Cada noche en vela, cada oportunidad de seguir adelante que dejé pasar, cada vez que sentí que el estómago era un bulto de abono para granjas, me serán compensados uno a uno. Y serás tú y tu carne y tus huesos y la tierra que cubra tu tumba lo que me llevaré al infierno cuando me llamen a purgar mis culpas.

Mi cerebro es un campo de concentración. Mi rostro es la guerra. Mi corazón es Hiroshima después de la bomba atómica. Bebo gasolina, escupo fuego. Soy un felino salvaje perdido en la ciudad buscando una presa. Tengo napalm en las venas. Soy ciega ira con forma de humano.

Debería poder maldecirte, hacer que pagues por tus pecados, crucificarte en mi jardín y fumarme un cigarrillo mientras te veo agonizar. Debería odiarte por sacarme de mi cascarón y traerme a tu mundo solamente para abandonarme a mi suerte. Debería ponerle precio a tu cabeza para que la entreguen en una bandeja.

Debería ser un preso amotinado en la cárcel. Un soldado sediento de sangre enemiga. Un indio apache de cacería en la madrugada. Un coyote hambriento. Un barbitúrico ilegal. Debería poder odiarte porque así, finalmente, podría dejarte de amar.